Cuando muere una mascota

Por Irina Pino

HAVANA TIMES – Estoy triste, hoy por la mañana murió mi gato. Se llamaba Ringo, como el baterista de The Beatles, le puse ese nombre porque me recordaba al personaje alocado que interpretó en la película A Hard Days Night, que vivía muchas aventuras.

Así era el minino, siempre buscando qué hacer, encaramándose en los muebles para atrapar salamandras y mariposas nocturnas, o en el muro del balcón para mirar a las palomas que volaban bajo.

No podía esperar que le sirvieran su comida, cuando había movimiento en la cocina se subía al mostrador a pedirla. Los huevos duros eran su debilidad, los olía a distancia.

Tenía una rutina: todas las noches entraba en mi habitación y la recorría pegado a la pared, dando la vuelta por detrás de la mesa donde suelo escribir en mi laptop. Eso lo hacía infinidad de veces.

No era flemático; muy activo corría de un lado para otro, se escondía y cuando alguien pasaba cerca, estiraba la pata y lo tocaba, de manera juguetona.

También demostraba su cariño con pequeños mordiscos, aunque no le gustaba que le tocaran las patas traseras, si alguien lo hacía, de seguro se ganaba una mordida fuerte.

Mi hijo lo recogió hace dos años. Recuerdo que ya no era recién nacido, pero aún muy pequeño para estar sin su madre. Lo habían tirado en el parqueo que rodea mi edificio, donde viven otros animales callejeros; allí es frecuente que abandonen a los felinos.

Lo cierto es que creció y se convirtió en un gato bello, de pelo negro en su totalidad, y de gran lustre, con unos ojos enormes de color amarillo. No sé por qué razón, pero Ringo y yo teníamos una especie de conexión; ronroneaba enseguida con mis caricias, y corría a esconderse cuando lo reprendía por tomar comida de algún plato.

Nos entreteníamos juntos; en ocasiones, cuando ponía música rock, bailaba con él sosteniéndolo por sus patas delanteras, acción a la que no se oponía. O lo cargaba y giraba con él al compás de alguna canción romántica.

Nunca bajó a la calle, aunque viera la puerta abierta, creo que pensaba en su seguridad, su mundo era en la casa con los humanos.

Todo iba bien, hasta que empezó con un comportamiento raro, no orinaba en la caja, sino que buscaba las esquinas para hacerlo, y en ínfimas cantidades. Finalmente, ya no podía lograrlo.

De igual modo, se metía en la bañera y se quedaba quieto, sin importarle mojarse el pelaje. Ya no se lamía el cuerpo.

Lo llevé a un veterinario y le diagnosticó cálculos en los riñones. Propuso colocarle una sonda para extraer la orina. Pero no tenía anestesia, por lo que tuvimos que aguantarlo entre dos personas para inmovilizarlo. Sus alaridos no cesaron mientras le sacaron las siete jeringuillas con orina y sangre. 

Fue un sufrimiento inútil, en ese momento acudió a mi mente el recuerdo de cuando intubaron a mi madre en el hospital, para que viviera solo unos días.

Si se iba a morir de todas formas ¿para qué hacerlo pasar por ese dolor? El veterinario solo pensaba en cobrar su tarifa.

Su explicación fue breve, alegó que las causas de la enfermedad podrían ser por la alimentación, habría que darle una dieta adecuada, libre de calcio, que incluyera el pescado, vitaminas…, pero la realidad que es le daba lo mismo que yo comía, en un país que en estos momentos es una hazaña sobrevivir.

Por la mañana temprano le di agua, pero noté que le costaba trabajo tragar. Le hablé un rato y lo acaricié.

Su final fue triste, dejó su cuerpo en un momento en que vine a mi habitación. Cuando regresé a verlo ya tenía los ojos abiertos y la mirada fija. Había vomitado el agua, y seguramente le dio un paro respiratorio.

Le cerré los ojos y lo tapé con una toalla. Dejé que pasaran unas horas, aún no quería dejarlo ir. Parecía que dormía, pero pronto comenzó a ponerse rígido.

Busqué una bolsa de basura y metí su cuerpo inerte. Lo enterramos cerca, en el mismo parqueo donde lo halló mi hijo.

Me dice una amiga que quizás reencarne en un ser humano. O acaso su fantasma seguirá dando vueltas en mi habitación mientras escribo.

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