Yo, la inadaptada

Irina Echarry

Taxi colectivo. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES – Cada vez que tengo que realizar un trámite, del tipo que sea, me invade una sensación de desagrado. No es solo por la pérdida de tiempo que casi siempre acompaña nuestros viajes a oficinas, o por las dificultades que hay que enfrentar cuando solicitamos algún papel o hacemos consultas, ni porque debo dejar de hacer cosas importantes que tenía planificadas.

No. Se trata de saber que volveré a sufrir maltrato.

Puede ser en el Registro Civil, la Oficoda, o la Aduana del Aeropuerto, los hospitales o las oficinas de Inmigración donde se saca el pasaporte y el Carné de identidad, también en las panaderías, las tiendas (en moneda nacional o en CUC), las estaciones de policía, incluso en las embajadas.

Cualquier sitio a donde se acuda está gobernado por el maltrato en sus diferentes variantes. Pareciera que estar detrás de un buró o un mostrador, al timón de un ómnibus, o frente a un aula exige un requisito especial: ser egresado de la escuela cubana de maltrato. Esa escuela no está en un lugar determinado, sino que se extiende por todo el país.

La respuesta más frecuente cuando reclamo es: estamos en Cuba, como si eso bastara para aceptar cualquier desastre. A veces son manoteos, gritos, rictus despectivos en el rostro; otras, son variantes de cariño, te sienten tan cercana que te tratan con la familiaridad de una amiga de los años o una prima. Así, te dicen mami, madrina, tía; te dejan esperando mientras revisan su teléfono en horario laboral, o te regañan si haces algo que no debías, aunque ellos no te hayan advertido antes.

Las palabrotas están a la orden del día, pero más allá del lenguaje, que no me ruboriza, lo que me asusta es el mal ambiente general, el predominio de la guapería, la agresividad y, sobre todo, lo ajena que me siento.  Siempre termino preguntándome por qué rechazo todo eso si soy fruto del mismo experimento.

He sufrido los vaivenes de una política que cercenó la capacidad de reflexionar, de mirarnos por dentro y de dirigir una mirada crítica hacia el entorno. Padecí la lenta y progresiva depauperación social que aisló a los cubanos, convirtiéndonos en una masa indefensa ignorante de su propia fuerza, dependientes sentimentales  -y materiales- de un gobierno paternalista y autoritario. 

He sido testigo de la pérdida de la memoria civil: ni autoridades ni ciudadanos recuerdan cómo vivir en sociedad. He visto la imparable colonización de la grosería, imponiendo su estilo donde quiera que llegue, y a la gente acomodándose a ese estilo, sintiéndose a gusto, reafirmándose.

Por último, he vivido el florecimiento de ese ritmo contagioso –no solo por su monotonía melódica- llamado reguetón, que bebió todo ese caldo de cultivo y ha proliferado como la verdolaga, dando por resultado que la masa se vuelva más enajenada, menos política, más hedonista, más grosera…

He vivido todo eso de primera mano, sin embargo, no acabo de captar su esencia, de incorporarla a mi diario vivir. La verdad, no entiendo qué me pasa, ¿por qué seré tan bruta?

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