¡Y se formó la gozadera!

Irina Echarry

Trabajadores del paradero conversando en la entrada del edificio.
Trabajadores del paradero conversando en la entrada del edificio.

HAVANA TIMES — Al principio, Alamar era un barrio tranquilo, de horribles y amontonados edificios, y mucha vegetación. Alejado del centro de la ciudad, carecía de una red eficiente de transporte público; el problema se resolvió con la inauguración de un paradero que acogió varias rutas de ómnibus y acortó las distancias.

Aunque nunca fueron los vecinos quienes dictaron las leyes de lo permisible, se respiraba un espíritu comunitario y era evidente la preocupación por cuidar del reparto. Sus habitantes mantenían la limpieza de escaleras, solares yermos y jardines. Como la mayoría venía de recorrer largas temporadas de albergues, hoteles o lo que se presentara para pasar la noche, casi todos aceptaban la prohibición de agrandar o adaptar los apartamentos a las necesidades de la familia.

Sin duda, era un sitio sano donde crecer: se respiraba aire puro, había poco tránsito y la cercanía a la costa daba un aire vacacional a las tardes.

Y pasó el tiempo, y pasó… el período especial…

Bueno, en realidad no pasó, sino que llegó para quedarse.

Carencias de todo tipo hicieron que la gente se volcara más a resolver las dificultades que tenía dentro de sus casas y olvidara un poco el entorno. Atrás quedaba la preocupación por la higiene y la belleza. Los escasos contenedores de basura se desbordaban y permanecían así durante muchos días, pues la Empresa de Comunales se fue quedando sin camiones recogedores y sin gasolina. Los sitios con tierras o solares yermos fueron arrebatados al espacio común; los nuevos “dueños” sembraron plátanos, yuca o boniato y resolvieron la alimentación de los suyos. Corrían tiempos difíciles, la meta era sobrevivir, todo lo demás se postergó.

Más de 20 años después -a pesar de que hay un poco más de combustible, los camiones recogedores pasan una vez a la semana, y hay contenedores nuevos en varios lugares-, la basura ha dejado de tener un territorio propio, enmarcado por la profundidad de los tanques, para apropiarse de aceras y parterres. Personas decentes, aseadas, que mantienen sus casas súper limpias, lanzan las bolsas repletas de todo tipo de desechos o vacían sus pequeños cestos en la esquina, con tal de no caminar unos pocos metros hasta el depósito. Una vez libres, papeles que quizá estuvieron en algún baño pulcro y aromatizado, son avivados por el viento y van aparar a cualquier sitio.

Justo en frente de ese espontáneo micro-vertedero hay un kiosco donde meriendan adultos y niños. Allí, junto al café o la empanada, respiran el polvo de escombros y el hedor de esos papeles, las cáscaras fermentadas o la putrefacción de los animales sacrificados por los santeros del barrio.

Las luces de la calle permanecen encendidas a toda hora
Las luces de la calle permanecen encendidas a toda hora

Aquellos jardines que antaño daban la bienvenida a los visitantes y hacían la existencia más colorida a la luz de los flamboyanes, ahora son terrenos divididos por cercas -cada vecino atiende su pedazo como quiere o como puede. En los tramos no privatizados la gente camina sobre una escasa hierbita y hasta los autos dejan las huellas de sus neumáticos sobre el antiguo césped.

Por más de 40 años, la cuadra vivió sumida en una total oscuridad; aprovechando los reflejos de los autos y encomendándonos a algún padrino protector, pasamos todo este tiempo pidiendo un poco de claridad para nuestras noches.

Este mes de febrero, finalmente, se hizo el milagro. No nos podemos quejar, ahora varios postes de electricidad convierten la noche en luz y, a veces, refuerzan la luz natural; a alguien se le olvida apagarlas de vez en cuando. O quizá no es olvido, sino el cobro de tantos años de penumbra.

La animación del barrio corre a cargo de un cohesionado y bien nutrido grupo social que ha venido a suplantar a la deteriorada Casa de Cultura, creando una energía barrial intensa: los trabajadores del paradero de la esquina. Poco a poco, con la paciencia y laboriosidad de las hormigas, han ido extendiendo los límites físicos de la terminal. Junto a los amigos, pasan la mayor parte de su tiempo en los bajos de mi edificio, tomando ron, degustando un café en el kiosco, dilucidando problemas laborales o personales, y vociferando el ABC del machismo en la “universidad de la calle”.

Sus “conferencias demostrativas” son escuchadas por todo el vecindario, que se apropia del “espíritu del guagüero” y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Al punto, que a casi nadie fastidia el claxon, la corneta o el aparato sonoro que llevan los ómnibus y que los choferes suenan indiscriminadamente cada vez que entran o salen del paradero, sin importar si es de día o de noche. Mucho menos llama la atención que, en vez de encender y calentar los carros dentro del área concebida para tales efectos, lo hagan en la calle, muy cerca de nuestras casas, y también a cualquier hora.

En la cuadra, las broncas y las celebraciones se confunden en un mismo jolgorio, como siempre se escuchan frases similares, es difícil discernir; pero da igual.

Los vecinos no se quedan atrás en eso de pasar por alto los horarios y, tal vez insatisfechos con solo ensuciar el entorno y destruir lo público, imponen la música de su preferencia y compiten a ver quién llega a los decibeles más altos. Por eso es común que desde una guagua salga la voz de Marc Anthony disfrazada de reguetonera, mientras de algún apartamento le responde el sempiterno dúo Pimpinela, y en la esquina, el dependiente de turno, suba el volumen a Chocolate. Pero ¿quién piensa que es un irrespeto?; cuando eso sucede la gente se alegra la vida y lo demuestra meneando el cuerpo con el ruido estrepitoso que sale de las bocinas.

Microvertedero cerca de los kioskos que venden alimentos.
Microvertedero cerca de los kioskos que venden alimentos.

Desde mi balcón logro escuchar la algarabía de una escuela primaria donde todas las actividades culturales, deportivas, políticas y recreativas se desarrollan a ritmo de “Guachineo”. Los niños van de regreso a sus hogares tarareando esa melodía, y entonando canciones con letras muy agresivas que no puedo transcribir, porque no las he aprendido. Sus juegos están permeados de frases combativas, retadoras y amenazantes que escuchan de los músicos de moda; en sus expresiones corporales es común distinguir los lascivos o belicosos gestos de sus ídolos. Al verlos, algunas palabras rondan mis pensamientos e intentan salir de mi boca: insulto, angustia… pero no, creo que me estoy poniendo trágica. Cuando camino por las calles de Alamar no noto en la gente desdicha alguna, al contrario.

¿Qué importa un basurero más o menos en el frente de la casa? ¿Qué importa si vivimos sometidos a los apetitos musicales de otros o si somos los victimarios? ¿Para qué cuidar el sitio donde vivo? Está demostrado: más allá de la puerta de la casa no es mi maletín, a menos que se trate de diversión. Porque eso sí, cada día en esta esquina del reparto se vive, como diría Lezama, una fiesta innombrable: ¡Fiesta y Pachanga! Padres, maestros, autoridades locales, choferes, vecinos, y los propios niños, tarareamos al unísono: ¡y se formó la gozadeeera! Y nadie tiene tiempo de pensar.

Irina Echarry

Irina Echarry: Me gusta leer, ir al cine y estar con mis amigos. Muchas de las personas que amo han muerto o ya no están en Cuba. Desde aquí me esforzaré en transmitir mis pensamientos, ideas o preocupaciones para que me conozcan. Pudiera decir la edad, a veces sí es necesario para comprender ciertas cosas. Tengo más de treinta y cinco, creo que con eso basta. Aún no tengo hijos ni sobrinos, aunque hay días en que me transformo en una niña sin edad para ver la vida desde otro ángulo. Me ayuda a romper la monotonía y a sobrevivir en este mundo extraño.

Irina Echarry has 216 posts and counting. See all posts by Irina Echarry

4 thoughts on “¡Y se formó la gozadera!

  • Que lastima y luego hablan que si la cultura en otros paises se perdio donde parece que se perdio es en cubita donde los hombres anadan sin camisas y vociferando que ni se entienden cuando hablan parece que rebuznan

  • Ya nada de eso tiene remedio, el daño antropologico esta hecho y revertirlo tomara generaciones.

  • Muy buen articulo, Irina

  • Coincido 100% contigo, y preciso que no es solo Alamar, es en toda La Habana y en toda la Isla, como dice alguien es un daño antropologico e irreversible, ya los niños vienen con ello “en sangre”, desde pequeños los envian a botar la basura, ya se sabe en que terminos, el mismo en el que ha acompañado y visto al padre, en fin no me desgasto, repito lo has dicho fuerte y claro…..infernal, Macondo era un paraiso al lado de lo que tenemos que vivir.

Comentarios cerrados.