Una historia de chinches en La Habana

Por Irina Echarry

HAVANA TIMES – Tiraron el colchón ahí mismo, en la entrada del edificio. A viva voz una vecina alertó a otra que quería recogerlo: ¡no, déjalo, que tiene chinches! Y lo soltaron en el parterre, encima de un bulto de hojas secas, nailons y papeles.

Bajarlo desde el cuarto piso no fue fácil, y la cama mucho menos; la opción fue lanzarla, o sea que probablemente las chinches se hayan dispersado por el jardín y la escalera, vaya usted a saber dónde se metieron.

La cama ya tenía un destino, la entregaron “a un viejito que no tiene nada”. Vaya complicación para ese infeliz, es mejor seguir durmiendo en el sofá, en el piso o donde quiera que el señor pase sus noches.

Se veía desde lejos, resaltaba no solo por el color azul de su forro, sino porque es raro que alguien se desprenda de un colchón en buen estado. Hasta hace poco había que disponer de mucho más de 100 cuc para comprar uno; con el “Ordenamiento”, cuesta más y en las tiendas no hay.

Entre las plagas que azotan por estos tiempos -y con fuerza- a la Habana, la de chinches es la más silenciosa. Las personas hablan con desenfado de la sarna o los piojos, sobre todo ahora que los ácaros están tan generalizados y la escasez de medicamentos obliga a pedir ayuda. Pero la chinche en Cuba generalmente es sinónimo de vergüenza y suciedad.

No es así, a las chinches no les importa si el lugar está limpio o sucio, es suficiente tener dónde esconderse y, por supuesto, que haya algún ser con sangre a quien acudir para nutrirse de él.

La primera reacción de mi cuerpo fue un prurito en la parte posterior de los muslos. Es sarna, me dijeron, yo la veía como una escabiosis atípica porque las ronchas suelen ser diferentes. Las mías eran pequeñas, parecidas a las picadas de mosquitos y sin supurar. La picazón insoportable pronto corrió hacia otros vericuetos de mi torso y los brazos, aunque sin intensidad. Como mi vecina y otras amistades que frecuentan su casa tenían síntomas similares, no vacilamos en pensar que sí era escabiosis.

La noticia llegaría días después, estuve rato sin visitar su casa y, milagrosamente, el escozor había desaparecido. Hay unos bichitos oscuros en la cama de mi madre, me dijo, y no son garrapatas. Luego hicieron una serie de fumigaciones que no lograron frenar bien la invasión.

No es solo en las camas. Aquí fumigando un sillón de mimbre.

Cómo llegaron al edificio, ¿quién lo sabe? La ruta más acertada sería a través de un colchonero. Esas personas que arreglan colchones a domicilio, montan el tinglado en los jardines o los patios, y cobran bastante por el servicio. Un servicio que el Estado no brinda, entonces, no hay otra opción que probar con los particulares. Y eso hicieron en casa de mi vecina.

Todo estaría muy bien si el Estado vendiera guata u otro relleno apropiado para que los cuentapropistas pudieran comprarlo al por mayor y realizar su trabajo. Eso no sucede; la manera que tienen los trabajadores privados de adquirir esa materia prima es comprándola directamente a la gente que ya no quieren sus colchones viejos, o recogiéndola de la basura. Y así el trasiego de insectos se hace dinámico y efectivo.

Las chinches son fervientes viajeras, se pueden transportar en la ropa, los bolsos o los zapatos; luego se esconden hasta en los lugares menos pensados. Y cuando llegan a un sitio seguro colonizan rápidamente. Son capaces de poner alrededor de uno a siete huevos por día, después de alimentarse con sangre. El mito es que solo se alojan en las camas, pero en mi casa establecieron su sede en un sillón de mimbre y costó trabajo sacarlas de allí: tiempo, energía, dinero en fumigación (con un líquido de olor fuerte que nadie sabe decirme qué contiene) y mucho detergente para lavar toda la ropa de la casa varias veces, por si acaso.

Por eso cuando bajé las escaleras y el azul del forro cautivó mi mirada, recordé las ronchas y la irritación de mi piel: tengo que poner un cartel alertando a las personas, pensé.

Subí rápidamente, escribí sobre un papel: Cuidado ¡HAY CHINCHES!

Y cuando regresé… el colchón ya no estaba ahí…

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Irina Echarry

Irina Echarry: Me gusta leer, ir al cine y estar con mis amigos. Muchas de las personas que amo han muerto o ya no están en Cuba. Desde aquí me esforzaré en transmitir mis pensamientos, ideas o preocupaciones para que me conozcan. Pudiera decir la edad, a veces sí es necesario para comprender ciertas cosas. Tengo más de treinta y cinco, creo que con eso basta. Aún no tengo hijos ni sobrinos, aunque hay días en que me transformo en una niña sin edad para ver la vida desde otro ángulo. Me ayuda a romper la monotonía y a sobrevivir en este mundo extraño.

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4 thoughts on “Una historia de chinches en La Habana

  • los acaros se encargaran de tumbar el experimento, ya que los humanos no hemos podido.

    viva la contrarrevolucion chinchuda !

    garrapata o muerte!

    chuparemos!

  • Ay tocaya, no me hables de ácaros, sabes que estuve con escabiosis largo tiempo, que manera de sufrir y gastar en cuidados. Creo que es mejor dormir en el piso que en un colchón viejo. Los colchones en la tienda MLC que esta en la esquina de mi casa cuestan 200 dólares, hay que tener una tarjeta abultada de dinero para poder cambiar el colchón de la cama por uno nuevo.

  • Colchones buenos son los que tienen los generales y los del gobierno (creo que son los mismos), y sus familiares, y algunos de sus “amigas”…

  • Sede, con S.

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