Un tornado en la familia

Irina Echarry

El edificio.

HAVANA TIMES – Intentaba asegurar una ventana y vi un resplandor extraño. De pronto quise saber de mi hermano, llamé a la casa y nadie respondía. Llamé al celular, estaba sin cobertura. La ansiedad se apoderaba de mí: el apagón, el sonido del viento, el anuncio de una posible tormenta, todo conspiraba para que insistiera en la llamada.

Al fin Daniela, hijastra de mi hermano, atendió: “esto es como un tsunami, mi abuela soltando sangre, el viento se llevó las ventanas, la puerta del balcón, es muy grande; mi casa está destruida. Estamos en el baño,” y colgó.

Daniela nunca ha vivido un tsunami, pero cuando escuchó el zumbido intenso, como si varios aviones fueran a despegar a la vez, agarró a su perrita Dori y se fue para el cuarto donde estaba el resto de la familia. Ahí, pegada a una esquina le decía nerviosa a Madelín, su madre y esposa de mi hermano: “¿Pero qué es esto? Ese ruido extraño y ese aire, esto es algo muy feo”, y abrazaba a su perrita con fuerzas.

Su mamá intentó calmarla y se apresuró a poner un tablita en la persiana, porque siempre que llueve salpica la cama; Alfre, mi hermano, fue a la sala a cerrar el balcón.  

Y así empezó una pesadilla que todavía hoy no consiguen recordar bien.

El aire empujó a Madelín hacia atrás y ella cayó sentada contra la pared del cuarto. Las cuatro ventanas de la casa habían saltado de su sitio. En la sala, mi hermano luchaba con la puerta del balcón hasta que vio cómo empezaba a desprenderse, entonces la soltó. Al virarse tropezó con el televisor del cuarto, roto, y con Ramona – su suegra – tirada en el piso quejándose. La levantó como pudo. Rápidamente todos se encerraron en el baño; era el único lugar seguro.

El cuarto de Madelín

Como una espiral, la histeria crecía: pedazos de cristales que se rompían, gritos de vecinos, sonidos secos de tejas, vigas y tanques que caían, llantos.

Puede que haya durado un minuto, para mí fue una eternidad, dice Madelín ahora.

En medio del desastre sintieron unos toques: abran, me quedé sin puertas, voy atraer a mis padres. Era la vecina del apartamento de arriba, pero ellos no podían salir del baño. Ramona estaba sangrando por un pie, se le podía tocar la tibia y todos estaban en shock.  El aire era demasiado fuerte. Estamos igual, gritaron, métanse en el baño.

Cuando pasó el viento fuerte y la cobertura se lo permitió, llamaron a una ambulancia, su orden era la número 252, así supieron la cantidad de gente afectada. Las calles intransitables impidieron que la ambulancia llegara hasta la casa, entonces una patrulla los trasladó. Del policlínico al Calixto García y una vez ahí, al salón de operaciones. Era apoteósico aquello en el hospital, cuenta  mi hermano: la gente, la sangre, los gritos, el desespero. 

Al otro día en cuanto amaneció salí para Regla. Vía Blanca cerrada, los muros de la refinería y la cementera habían sufrido daños graves, el semáforo de Guanabacoa ya no estaba, el Ditú tampoco. Por ahí era imposible que el carro avanzara.

Hubo que dar la vuelta por el puente de Santa Fe. En varios lugares de Guanabacoa parecía que nada había sucedido; en cambio Regla estaba devastada.

El cuarto de Ramona

La casa destrozada, Madelín llena de golpes, Ramona en el hospital, Daniela intentando organizar las cosas. Mi hermano, que se había ido de noche, con apagón, concentrado en sostener el pie de su suegra, cuando regresó a la mañana siguiente  y vio el panorama comenzó a llorar. Era una mezcla de estrés, tristeza, desamparo y nerviosismo; lloraba por haber perdido tanto y porque se dio cuenta de que se salvaron de milagro.

Hasta ahora las pérdidas materiales que han podido contabilizar son: cuatro ventanas, una puerta doble, un colchón camero, tres almohadas, dos sábanas y una colcha, dos ventiladores, un televisor, una laptop, la torre de otra PC, un monedero, algunos papeles importantes y un cartón de huevos. Pero estamos vivos, dice Daniela cuando ve a todos tristes. 

Mucha gente perdió la vida; otras la casa, los bienes, la esperanza. Dori corrió con buena suerte porque Daniela la protegió, pero otro perrito del edificio y dos Stamfords que vivían en una azotea cercana se fueron quién sabe a dónde, quizá a reunirse con Toto en el mundo de Oz.

El panorama es desolador: ventanas caídas, refrigeradores incrustados en cercas, paredes derribadas, autos destruidos, casas sin techo; la debacle.

En las redes sociales hay otro huracán de solidaridad desde dentro y fuera de Cuba, le digo a mi hermano, y sonríe. La gente necesita saber que no está sola, que su desgracia es de todos, solo así levantarán el ánimo.

 

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