Por dónde saldrá la presión de la olla

Irina Echarry

Foto: cafefuerte.com

HAVANA TIMES — No, yo no quiero ir pa Cuba, no me voy a sentar, cojones, gritaba el muchacho de pie, aferrándose al asiento del avión que lo traía de vuelta; esa era su manera de resistir la fuerza de los guardias de Migración mexicanos.

La escena es sacada de uno de los videos que circulan por Internet sobre la deportación de los cubanos, a quienes la suspensión de la política Pies Secos-Pies Mojados agarró en pleno tránsito hacia EE.UU.

Entristece pensar en cuántos quedaron sin nada luego de vender sus pocas propiedades para alcanzar el territorio estadounidense, y ahora ven su futuro tan incierto, tan distante del que planearon.

Mientras la oficialidad se jarta de su gran logro, de haber ganado una batalla importante, etc. en las calles de La Habana se escuchan historias, comentarios, chismes sobre esa gente desafortunada. Y en Internet, una metáfora se reitera constantemente: la presión de la olla. Cuba es la olla, por supuesto, y la presión aumentará cuando todos esos deportados lleguen a la Isla.

Como metáfora está muy bien, y es cierto que las condiciones para un estallido social serán más propicias. Pero-siempre hay un pero-, los que piensan que ese estallido será pronto y con el objetivo de lograr más libertad, democracia, un cambio de sistema… creo que deben repensarlo mejor.

He sido testigo durante todos estos años del deterioro de la sociedad y el empoderamiento de la apatía. La cultura del reguetón es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de eso. Y, nos duela o no, somos parte de esa cultura. Los que hoy regresan obligados a la Isla también lo son.

¿Qué nos hace pensar que volverán diferentes? Más fundíos y descontentos sí, es cierto, pero habría que ver cómo canalizan el disgusto. Según lo que palpo a diario en las calles, el hecho de que haya más gente insatisfecha acá dentro no significa que habrá un cambio para bien. Esas personas que hoy regresan, se fueron hace apenas unos meses, ya estaban contrariadas y prefirieron partir, por un motivo u otro.

Es complicado, poco a poco hemos ido asumiendo el malestar como algo natural: “Estoy fundío, imagínate, esto no está fácil”. Esa es una frase común pero, aunque parece algo tonto, que sucede a diario, esa cotidianidad ha hecho que aprendamos a vivir con la incomodidad. Una incomodidad que no tratamos de comprender, simplemente la vivimos. Por eso, a la hora de protestar, el reclamo se queda en la superficialidad, en el de al lado que está igual que yo pero es palpable, lo puedo ofender y hasta golpear si quiero, así descargo la ira; al final, ni siquiera es seguro que deba responder por mis actos.

Con frecuencia lo social, eso que nos incumbe a todos, se diluye en algo personal que se ventila en plena calle con groserías, maltratos, a veces hasta agresiones físicas. Así actuamos en las más disímiles situaciones: cuando el chofer pasa de la parada, el vecino pone la música muy alta, los maestros acosan sexualmente a nuestras adolescentes, en el hospital no nos atienden bien, alguien fuma en lugares cerrados o cuando el carnicero se roba la mitad del pollo de la cuota.

Es constante el maltrato. Pero la molestia o el respeto hacia el otro en el espacio público es cosa de normas, consensos, leyes, regulaciones, etc., no de bravuconerías. Porque así vencería el más fuerte, el que más grita o quien más duro golpea; la justicia quedaría relegada. No tiene sentido tratarlo solo como una ofensa o humillación personal; la tarea es acudir a los mecanismos legales. Ya sé que puede parecer imposible, digno de un guión para una novela de fantasía heroica.

Hemos dejado de creer, confiar y valorar el sistema de justicia que rige nuestra sociedad. Lo despreciamos y violamos constantemente. Por muchas razones: las crisis generan caos; la mayoría de las leyes no son congeniadas con el pueblo; el gobierno, por conveniencia, se hace de la vista gorda con las infracciones que ellos consideran menos graves. Esas son algunas de las más importantes, creo.

Sobre todo, la que atañe al gobierno, que prefiere hacerte creer, por ejemplo, que tienes la libertad de cortar un árbol si no te gusta; poner la música al volumen que quieras, aunque molestes a los demás; determinar en qué momento detienes la guagua y recoges a la gente; estafar a tu compañero de trabajo; encender fuego a un basurero cuando lo desees; sacar a un perro para la calle para que se las arregle solo con el maltrato de los otros o de pasar por alto las normas de higiene en algún centro de venta de alimentos.

Nosotros, ingenuos y apáticos, disfrutamos de esa pequeña cuota de libertad y no vamos más allá. Es una estrategia perfecta para mantener el status quo.

Eso no quiere decir que como ciudadanos estemos exentos de culpa, pero una cosa lleva a la otra. Cuando nos mudamos para otros países no actuamos así, porque no respetar las leyes traería consecuencias.

En Cuba se vive un fenómeno de individualismo exacerbado, de pensar primero en mí y luego, si acaso, en los que quiero. Olvidamos que formamos parte de una sociedad y juntos podríamos enfocarnos en hacerla mejor.  Sinceramente, a la mayoría no le importa, mis vecinas más cercanas ni siquiera saben bien qué es, otras se burlan:

-¿La suciedad?, eso que tú ves cuando sales de la casa, todo.
-No, la sociedad, replico.
-Ah, bueno, es lo mismo ¿no?

Por eso no espero grandes cambios positivos si la olla explota. ¿Puede avanzar una sociedad sin leyes, sin que sus individuos se reconozcan ciudadanos con derechos y deberes? Bueno, sí, avanzar pa atrás, como en las guaguas.

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