Elena, ¿Habanera tú?

Irina Echarry

Elena Tamargo. foto: ddcuba.com

Una noticia triste amaneció el lunes recorriendo la Internet. Solo la Internet. Me enteré por una amiga que vive en México. Aquí, en la ciudad donde aprendió a amar la poesía, donde estudió y creó esa personalidad que todos sus conocidos alaban, nadie ha dicho nada sobre la muerte de la poeta Elena Tamargo.

Nunca la vi, ni siquiera la escuché leer sus versos, pero la conocía a través de su amigo Raúl Ortega. Por él supe de su vida, sus poemas, su bondad y luego de su enfermedad.

Muchas preguntas me rondan cuando veo o escucho las andanzas de la muerte, muchos recuerdos, infinidad de nostalgias. En este caso, como otros, además de la pérdida es lamentable la desinformación o el olvido.

Elena, igual que varios poetas de su generación, vivía en el exilio, allí continuó una obra que había comenzado en Cuba. Un país que no dejó que se le desprendiera, que llevaba siempre a cuestas como esos animalitos que cargan su casa encima. Particularmente la Habana era recurrente en sus versos.

Y, en las clases que impartía, la literatura cubana siempre tuvo sitio privilegiado. Sin embargo, en Cuba nadie dice nada de su muerte. Ni una nota en algún periódico, ni un amigo que escriba sobre sus recuerdos.

Todo lo que he podido leer ha venido de cubanos que viven fuera, algunos que ella ayudó y otros que también la conocieron o compartieron con ella antologías.

Me duele ese intento de borrar a las personas solo porque decidan emigrar o porque se expresen libremente en su literatura. Es una pena, en medio de tanta agresividad, tanto abandono, tanto resentimiento hacia el otro, hace falta también la sensibilidad de los/las poetas, sobre todo para cuando empecemos a construir el país que queremos.

Habanera yo
Soy otra vez muchacha en el invierno
y nadie me regala una gardenia.
Pero el regreso de mis lunas
ahíjo taciturna del fondo de la calle
casi feliz, aletargada
bajo esta piedra roja.
Retozo como un campo florecido
es la herencia adecuada de una mujer despierta
un sueño desprendido del cuerpo que lo ha usado.
Los lirios de Rosita
mis únicos testigos
esperan la lechuza
en el silencio mío del oeste.
Vuelvo en la medianoche de este invierno
acércate a escuchar mi tambor y mi oboe
acércate con riesgo de hechizarme.
Ciudad, ciudad
no mates mi manía de ser bella
de pasearme desnuda y cepillarme el pelo.
Ciudad con pajaritos y cisternas
el probable lugar donde acabó una historia.
Ay, mi ciudad
mi pasto
mi sitio recurrente
a la hora en que duermen las palomas.
Ciudad que has bendecido mis vigilias
arrástrame hacia el mar
sin farolas ni víctimas
con algas en mi pelo
y en tu pelo de sal.

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