El internacionalismo y yo

Irina Echarry

Carretera de Luanda, diciembre, 1976.

Apenas tenía cinco años de edad cuando mi padre marchó a combatir en la República Popular de Angola, un lugar del que había escuchado muy poco (era el nombre de mi Círculo Infantil), solo me explicaron que allá los niños no tenían buenas condiciones de vida y los cubanos iban a ayudar a que eso mejorara. A una niña esas frases no la convencen mucho, pero sí acrecientan la curiosidad: ¿volverá?

Por suerte estaba mi madre siempre atenta y solícita, aunque agobiada por la situación de quedarse sola con dos hijos pequeños, trabajando fuera de casa e intentando educarnos lo mejor posible.

De mi papá sabíamos a cada rato por las cartas que nunca faltaron y las postales, a través de ellas y de las fotos que él sacaba conocí de la geografía, la gente y los colores de Luanda, Malange y otros pueblos.

Allá estuvo 22 meses, en su mesita de trabajo tenía dibujos míos y de mi hermano, fotos de la familia. En su mente no dejamos de estar ni un momentico, sin embargo aquí, sobre todo a la hora de dormir o los fines de semana, una niña se preguntaba: ¿por qué no viene papi y me inventa algún cuento lindo?

Eran años difíciles para todas las familias cubanas (como cada año). La separación de los seres queridos es muy dolorosa, pero si la causa es la guerra, el dolor se mezcla con horror. Un amiguito del aula recibió la noticia de la muerte de su padre, ese fue mi primer contacto con la pelona.

Hasta ese momento ni sospechaba que alguien amado podía dejar de existir para siempre. Solo sabía que algunos magos lograban desaparecer a las personas y luego las “devolvían.” Entonces, cuando supe por qué Camilo faltaba a las clases, mis dudas crecieron: ¿pueden matar a mi papá también?

Atrás quedaron los celos infantiles, más nunca pasó por mi mente que pudiera quedarse a vivir con otros niños, otra esposa, otros amigos. Había algo peor que eso.

Los dos años pasaron lentos para todos, mi padre regresó con vida y la casa volvió a iluminarse.

A punto de cumplir los 12 años, un día de marzo, mi papá desapareció otra vez sin que ningún mago pudiera retornarlo. Una enfermedad mortal en sus pulmones lo hizo padecer poco tiempo antes de llevarlo lejos. Otra vez la pelona me asustaba, aunque en esa ocasión sí pasó del susto a la tristeza más profunda.

Ya adulta me interrogo a cada rato sobre el internacionalismo, sobre abandonar a la familia para luchar por un mundo mejor. En esa guerra de Angola, Cuba perdió a más de 2000 hombres y mujeres que dejaron atrás a sus hijos, que no tuvieron la suerte de jugar con ellos, de aprender de sus vidas, y nada compensa la falta.

Sus cadáveres fueron devueltos a la isla en lo que se llamó la Operación Tributo, en el año 89. Todavía recuerdo los féretros con fotos pegadas sobre la tela negra, de algunas salían sonrisas, en otras se veían miradas enérgicas, pero todas reflejaban rostros jóvenes.

Entre los que sobreviveron, muchos regresaron con trastornos de personalidad, transformados, desgarrados. Algunos con un miembro de menos, otros sin deseos de vivir. Ahora algunos, sentados en una esquina cualquiera, cuentan hazañas heroicas mientras venden cigarros para sobrevivir.

No se trata de rencor hacia mi padre, quizá un poco de egoísmo. Por irse a luchar a otras tierras perdimos la oportunidad de estar juntos esos dos años, y no creo que deje de dolerme.

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