A veinte años de los Panamericanos en Cuba

Irina Echarry

Este agosto se cumplieron 20 años de la celebración en Cuba de los Xl Juegos Panamericanos. Los medios informativos dedicaron reportajes, documentales, mesas redondas al tema.

En la pantalla del televisor se mostraron secuencias de algunas competiciones y mientras se escuchaba el resumen del evento daba la impresión de que todo resultó una “gran victoria” del pueblo.

Es cierto que el pueblo hizo un gran (grandísimo) esfuerzo para satisfacer los caprichos de los dirigentes del país (qué remedio quedaba) a pesar de que ya estábamos en crisis total con el colapso del campo socialista.

Quizá alguien creyó que era un buen mecanismo para distraer la atención de la gente, para que no se pensara en la depauperación cada vez más visible de la economía.

En algún sitio leí que la sede ya estaba asignada desde antes, pero el caso es que no hubo voluntad ni deseos de desistir de aquella locura.

La entrada a los juegos fue gratuita y antes de la inauguración se sembraron 39 árboles, uno por cada país participante. Aunque de lo que más se habla en la rememoración es que Cuba fue el país más destacado en estos juegos.

Hubo medallas de oro en disciplinas que nunca la habían obtenido y lo más importante para los periodistas: Cuba logró 10 medallas de oro más que EE.UU.

Además del esfuerzo de los deportistas (que vaya usted a saber cuán presionados estaban, sin descartar que estuvieran inspirados) nadie opina sobre el desgaste que significó ese capricho para los cubanos y cubanas, para la economía y mucho menos de cómo influyó en la emotividad de la gente.

Panamericanos 1991. Photo: cubaahora.cu

Sonia, una vecina, trabajó en la construcción del hotel de la Villa Panamericana como tantas personas. Durante meses hizo muchas horas de trabajo voluntario, llegaba a la casa tarde en la noche. La tarea la convocaba el Partido y ella, militante, no podía fallar.

De ahí su sorpresa cuando, inaugurado el hotel, se enteró que allí abrirían una farmacia. Tomó a la hija (técnica en farmacia dispensarial) de la mano y apenas pudo subir los escalones del hotel.

Un hombre vestido de traje azul y porte amenazador le impidió la entrada.

Sonia pedía explicaciones que el tipo no le daba, terminó gritando que ella había ayudado a hacer ese hotel, que no podían negarle el derecho de entrar y hablar con el gerente. Nada resultó convincente para el portero, Sonia tuvo que retirarse, llorando y maldiciendo.

Pero días antes había divisado desde una guagua (que como siempre estaba llena de gente) cómo “guardaban” bajo tierra varias lomas de materiales de construcción (arena, recebo, cemento, etc.), en el espacio que está entre el nuevo estadio y la carretera Monumental.

El tiempo apremiaba y había que inaugurar la obra a toda costa, si no llegaba el camión para recoger los materiales, pues lo más lógico era sepultarlos cuanto antes. Nadie preguntó nada, ahora con ironía mi vecina dice que será de gran provecho ese hallazgo para los arqueólogos del futuro.

Pero en la televisión no cuentan anécdotas como esas (que seguro hay miles), como no dicen que las locaciones estaban vacías y tenían que sacar a los estudiantes del preuniversitario V.I Lenin para llenarlas, trasladándolos en guaguas (las llamadas aspirinas); mientras que los alumnos de otros pre-universitarios solo salían de pase a sus casas, cada 15 días, en contenedores tirados por una locomotora.

Se limitan a poner las cifras, a los atletas emocionadísimos dedicando los premios a los mismos que nos pusieron a correr, que no tuvieron en cuenta el sacrificio que nos esperaba para lograr la “gran victoria”.

Cada vez que veo una imagen deportiva, aunque a veces inconscientemente me emociona, no dejo de pensar: bueno ¿y qué?, ¿de qué sirve ser el más rápido o el más fuerte o el más flexible? La competencia deja un vacío muy grande cuando llegamos a la cúspide, es la sensación de ya llegué y ahora no tengo otra cosa que hacer.

Pero esa no es la sensación que me invade cuando veo el documental Los mejores de la historia o cuando escucho las palabras de elogio a los XI Juegos Panamericanos. Esta vez la sensación es de pequeñez, de inseguridad, en cualquier momento inventan otra épica deportiva y todos a participar cueste lo que cueste. No debemos olvidar que en 1999 Fidel expresó su deseo de celebrar en Cuba unas Olimpiadas.
¿Quién dice que no se puede? En caso de que nos otorgaran la sede en algún momento volveríamos a vivir el mismo proceso agravado por años de crisis no superada, pero luego se podría hablar otra vez de la “gran victoria”.

A lo mejor estoy siendo injusta y de esos juegos vino una inyección de dinero que el país necesitaba, pero he buscado en diferentes páginas digitales, incluyendo la del INDER, he leído lo que se ha publicado en la prensa nacional, vi el documental citado de Julita Osendi y aún no he podido averiguar cuánto dinero gastó Cuba en esos juegos ni cuánto recibió a cambio por sus logros deportivos.

Sería bueno saber (aunque sea veinte años después) lo que significó verdaderamente el sacrificio que se hizo: horas de trabajo voluntario, movilizaciones, maratones y la premura para la inauguración mientras en los hogares ya empezaban a escasear los alimentos, los productos de aseo y el transporte público casi dejaba de existir.

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