Más allá de aulas y libros

Por Fabiana del Valle

HAVANA TIMES – Desde que entró mi hija en la Vocacional mi dinero parece tener poderes mágicos, lo que reúno con tanto esfuerzo se esfuma entre los dedos sin darme cuenta. Cada semana paquetes de galletas y una lata de leche condensada se suman a cualquier otra cosa que pueda agregar a la maleta de mi hija. Comida, aseo, zapatos y ropa son pequeños sacrificios que se acumulan mientras los precios suben como globos de helio y los salarios se encogen.

Mi niña es una estudiante de 14 años del IPVCE Federico Engels en Pinar del Río, su relato revela otra cara de la realidad, donde se muestra la situación precaria de la alimentación dentro del centro y la carga económica que recae sobre las familias para que sus hijos puedan mantenerse allí.

En Cuba, el sistema de escuelas internas conocidas como vocacionales fue concebido con el objetivo de formar a los mejores estudiantes del país en un entorno de alta exigencia académica, disciplina y convivencia colectiva. Desde su creación estos centros han sido un símbolo de prestigio y oportunidades, pero los cambios sociales y económicos en la isla han convertido en un verdadero desafío la experiencia de vivir y estudiar en una escuela de este tipo.

“La comida siempre esta mala. Al picadillo lo llamamos “picadillo de perro” por su aspecto desagradable, los granos de chícharos flotan en un líquido ocre y es común encontrar en el arroz pequeños gusanos blancos. Mi salvación suelen ser los “chiviricos” de yuca que mi tía me hace. Su textura crujiente es mi arma contra el mísero menú del comedor. Nunca voy sola por lo que comparto con mis amigos estos pedazos de hogar”, escribe mi hija.

Aunque estas escuelas ofrecen alojamiento y provisiones a sus estudiantes la calidad de los servicios ha ido disminuyendo con los años siendo la alimentación un punto de crítica constante en las redes sociales.

“Hay veces que no voy al comedor, con lo que llevo de la casa y algo que compro en la Mipyme que hay dentro de la escuela paso el día. Pero los sábados ya no hay nada guardado en el albergue y el hambre aprieta así que no queda más remedio que acudir al último refugio de los desesperados.

“Ese día la larga fila serpenteaba por el pasillo y mi amiga Daniela bromeaba sobre los suculentos manjares que nos esperaban dentro. El plato era todo un espectáculo, ni chícharos, ni picadillo, arroz, solo arroz. Bueno, arroz salteado con insectos que fuimos sacando uno a uno entre los granos. Abrí el paquete de “chiviricos”, compartí la mitad con Daniela y el resto lo aplasté hasta convertirlos en migajas. Cerré los ojos para no pensar en los bichos y tragué”.

Este tipo de testimonios no busca generar lástima, el objetivo es continuar insistiendo para ver si algún día las autoridades pertinentes toman acciones positivas respecto al estado actual de la educación interna en Cuba. Esto no es algo nuevo, yo también pasé por esa escuela a principio de los dos mil y el hambre era nuestro compañero de clases. Solo que ahora, como todo en esta isla, es peor.

“Sobrevivir aquí no es solo la nostalgia que se siente al dejar tu hogar, los amigos que quedaron atrás o las fiestas perdidas, es la economía que nos ahoga poco a poco, es ver como cada moneda pesa más que el hambre, es sentirnos culpables por el sacrificio de nuestros padres cuando solo estamos haciendo uso de un derecho, estudiar, prepararnos para el futuro que se muestra cada día más incierto”.

Vivir en una escuela interna implica aprender a lidiar con la escasez, la nostalgia del hogar y la presión de no fallar porque cada sacrificio tanto el de los padres como el de los alumnos está presente. Es cuestión de resistencia más allá de conocimientos o disciplina, resistencia que se forja en la lucha diaria por una comida decente, en el esfuerzo de cada familia y en la fortaleza que se necesita para crecer lejos de casa sin dejar de ser niños.

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