Cuando el balón se convierte en esperanza en Cuba

HAVANA TIMES – El atardecer suele ser un alivio para muchos, llegas a casa del trabajo, te das un baño, preparas la cena, te relajas en familia. El sol capitula y llega una pausa, la tregua necesaria para retomar un nuevo día.
En los barrios cubanos esto es diferente, a esa hora comienza una lucha contra el tiempo, los padres aguardan a sus hijos, los ayudan con las mochilas cargadas de libros y escuchan sus historias mientras atizan el carbón. Los vecinos se encuentran en las esquinas, se saludan, comparten un trago de ron, comentan sobre la situación del país, se ríen, intentan olvidar.
Entre todo ese movimiento un muchacho anónimo pasa por la calle, lleva un par de tenis maltrechos en la mano con parches en las suelas como sobrevivientes de mil batallas. Se dirige a un pedazo de tierra sin nombre, sin gradas, sin porterías profesionales donde lo esperan otros jóvenes como él, algunos son adolescentes, otros con cuerpos moldeados por el trabajo o el estudio, pero todos con una pasión común: el fútbol.
Los observo mientras corren como si persiguieran algo más que un balón porque lo hacen con una intensidad conmovedora. Son animales tras su presa y ese partido el único momento en que pueden ser libres. El terreno es irregular y el balón ya ha sido remendado más de una vez.
Disfrutan cada instante. Empujan, se alientan, luchan por un gol como si discutieran “La Copa”, dejan el alma en el terreno aunque el mundo no se entere y sus ídolos no los vean. Es su escenario, el sitio donde pueden brillar, donde soñar está permitido.
El balón va de un pie al otro, rebota de una rodilla al terreno, se eleva y otro pie lo atrapa con una sincronía que hipnotiza. No se confunden, saben a quién pasarle o a quién marcar. No hay uniformes, árbitros o espectadores, solo ellos, sus voces y los árboles, testigos mudos de una pasión que no se apaga.

En los días de lluvia el terreno se llena de fango, jugar es prácticamente imposible solo que no hay tormenta que apague sus ganas. Regresan cuando las últimas gotas terminan de caer, retoman el campo lodoso y con los zapatos mojados recuperan el tiempo perdido. Aprovechan hasta el último rayo de luz para regresar a casa. Empapados de sudor, la ropa sucia, zapatos remendados o descalzos pero con una sonrisa, una que nace del simple hecho de haber jugado sin importar el triunfo o la derrota.
En la Cuba que vivimos donde la angustia se apodera de casi todo hay que fijarse en los detalles más simples. “A las cosas que son feas ponle un poco de amor” decía una canción que escuchaba en mi niñez, y no creo que esto sea una trinchera para defender mi cordura, aunque en situaciones como esta siento que la “tristeza va cambiando de color”.
Observar a estos jóvenes me recuerda que el cubano está condicionado para sobrevivir, no tienen uniformes, césped o patrocinadores. Tienen corazón y eso, por ahora, parece ser suficiente.