Cocinar con carbón y no morir en el intento

Por Fabiana del Valle

HAVANA TIMES – No nací para esto y lo aclaro desde el principio. Lo mío es escribir cuentos y versos que nadie compra, cuidar de los peces que últimamente se alimentan mejor que yo, pintar, hacer artesanías y crear artículos cuando la musa y la corriente lo permiten para una revista digital que es quien me salva a fin de mes. Pero mi vida que no desiste de las sorpresas y me lleva dando tumbos de una comedia en otra me ha colocado frente a la tarea de cocinar con carbón.

Soy artista frustrada nacida en el campo así que el olor de un horno cuando se está quemando no me es ajeno, de hecho, siento nostalgia de aquellas noches cuando ayudábamos a nuestros tíos a velar para que no se le abrieran “bocas” a la montaña de troncos, paja y tierra que se iba quemando lentamente.

Vi a mi abuela agacharse frente a un fogón de carbón cocinando para su extensa familia y a mi madre que a sus 66 años lo sigue haciendo. En teoría soy experta en el tema pero nunca lo había experimentado en primera persona. Y aquí estoy, con el ego ahumado y el cabello oliendo a caldosa del CDR, esas que se hacían cada año celebrando los Comités de Defensa de la Revolución, pero viva. No tengo miedo a los retos, da igual el color que tengan.

Esta historia comienza como la mayoría de las tragedias en Cuba. Un apagón de medidas catastróficas y una balita de gas en extinción. Mi esposo se rompía la cabeza y llamaba a “las siete mil vírgenes” para ver si encontraba cómo rellenar la bala de gas, solo que el gas está perdido y si lo encuentras vale más de 15 000 CUP. Yo le insistía en la idea del carbón, ya hasta la más fina de las cubanas lleva las uñas acrílicas manchadas de negro. Si “estamos arriba del burro hay que darle los palos”.

En fin, regresó con un saco de carbón que le costó 1300 CUP y una hornilla artesanal en 1500 CUP. La vecina nos regaló un armario de metal donde tenía sus macetas con plantas y así logramos improvisar.

El carbón no prende con poesía, después de varios poemas y unas cuantas maldiciones continuaba humeando, pero sin emitir calor. Mi esposo viendo mi ritual performático se hizo cargo de la tarea, le di las gracias como se agradece en estos tiempos, con sarcasmo, resignación y una cafetera preparada esperando que los trozos de madera cambiaran de color.

El fuego no tiene respeto por las cejas, el tizne es más pegajoso que un chicle, pero sobrevivimos. La llama prendió, tomamos café, el arroz empezó a hervir, las salchichas se frieron, el potaje burbujeó. La cuestión es descubrir la técnica a la hora de prenderlo, tener paciencia y luego, el resto es fácil, solo hay que alimentar las llamas.

Con la dignidad medio derretida me senté a pensar mientras todo se cocinaba. Pensé en mi hija que aún conserva sus sueños muy parecidos a los que tuve a su edad, en mi madre que vive sola, en mi padre que se fue antes de ver a su hija “la artista” convertirse en experta del humo.

Y entonces me reí, porque eso hacemos los cubanos, nos burlamos del desastre para no llorar de hambre o impotencia. Por suerte o por desgracia lo mío no es solo escribir, lo mío es resistir como sea, con textos, dibujos, peces, humo y carbón, pero seguir viva.

Si me ven por ahí con las uñas negras sepan que no estoy haciendo performance, hace tiempo que abandoné mis sueños de artista. Estoy cocinando en la Cuba real, la que no sale en catálogos turísticos o discursos oficialistas, esa donde la vida es una receta con pocos ingredientes pero que tiene que rendir.

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