Escombros en el antiguo Hotel La Unión de La Habana

Fachada del viejo Hotel La Unión.

Por Esther Zoza

HAVANA TIMES – La pasada semana, buscando amparo de la lluvia, me refugié en el portón abierto de un edificio de la calle Amargura, en la Habana Vieja. En el lugar se encontraban varias personas y, como es natural entre cubanos, la conversación fue la protagonista de la espera. Instructiva en un inicio, la cháchara versaba sobre la historia del inmueble donde nos encontrábamos. Historia que por lo gráfica fue llenándome de pesadumbre al contemplar lo amargo de su realidad, para después motivar mi yo inquisitivo y cuestionador.

El edificio multifamiliar en cuestión era nada menos que el mentado hotel La Unión. Construido en 1846 y reconstruido en la segunda década del siglo XX con cinco plantas y un diseño moderno signado por el lujo y la elegancia de todas sus instalaciones. Citado como referente de encuentros entre artistas e intelectuales a lo largo de las siguientes décadas y codiciado por el turismo europeo y americano.

Interior del edificio donde antes estuvo el Hotel La Unión

Una vez terminado el aguacero me aventuré por la escalera con una sensación de pérdida indescriptible. La ruina era total. El esqueleto oxidado de su otrora glamoroso elevador observó desde lejos mi ascenso. Paredes de tablas desvencijadas y maderos de soporte fuera de lugar me hacían imposible creer que ese lugar continuara habitado. No era de extrañar que su último piso estuviera deshabitado. Visto desde afuera, no quedaba nada que pudiera indicar al transeúnte que aquel edificio tuviera un lugar patrimonial en nuestra historia. Del Hotel La Unión solo quedan balcones apuntalados, balcones inexistentes, ruinas de una historia digna de preservar.

Es imposible dejar de preguntarse cómo sus habitantes reinventan su espacio con el pasar del tiempo. Cómo interactúan con la miseria, cómo en su andar evaden, saltan, recolocan los escombros de la historia. No hay dudas de que en la cotidianidad del cubano de a pie, prevalece la pobreza, una miseria impuesta como una ordenanza de sacrificio.

El ascensor es un amasijo de hierros oxidados.

En esta edificación olvidada por continuas dirigencias municipales, donde la vida y la muerte carecen de importancia para los hacedores de leyes y reglamentaciones, las familias continúan sobreviviendo. Desconocida por las instancias de preservación del Patrimonio debió alzarse décadas atrás una tarja. Una tarja, al menos, como recordatorio de la presencia del poeta español Federico García Lorca en sus instalaciones durante tres meses la primavera de 1930. 

El interior.

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