El Fin del Verano Cubano

Por Alfredo Prieto

Dicen que en Cuba los veranos son todo menos apacibles.  Antes de empezar este que ahora termina, el anuncio de que el consumo eléctrico estaba por encima del plan, disparó  las preocupaciones acerca del regreso de los apagones al sector residencial, pero a la larga los apagones no ocurrieron o fueron muy eventuales.

Se diseñó un programa de ajuste que hizo recaer sobre el sector estatal estrictas medidas de ahorro a fin de no afectar a la población en sus casas.  En instituciones y organismos estatales se penalizó el consumo de energía no sólo con multas a los infractores, sino incluso con el cierre, y sobre todo, se prohibió empleo del aire acondicionado en horas específicas de la jornada laboral.

Muchos centros de trabajo reajustaron sus horarios de 9 de la mañana a 2 de la tarde, y en otros se apeló a que quienes tenían vacaciones acumuladas, las disfrutaran. Otros del sector industrial, como las imprentas, cerraron sus puertas hasta septiembre.

Incluso el área turística tuvo que reducir el uso de la electricidad, lo cual se expresó en inevitables molestias para los visitantes, quienes no tienen por qué experimentarlas ante la disponibilidad de destinos como República Dominicana –donde los apagones campean, pero no en Punta Cana– y Cancún, con su ruta maya y sus gringos como camarones al sol.

El Efecto Psicológico

El problema es que estas medidas, y otras que se adoptaron, podrán resolver el problema de los apagones en las casas de los cubanos, pero tienen un inevitable efecto psicológico y práctico sobre las personas.

El principal es que redundan en más ineficiencia, indisciplina y dejadez, tres de las debilidades de una economía necesitada de cambios adicionales donde el salario ha perdido su condición esencial y la reproducción simple está sometida a múltiples tensiones cotidianas.

En adición, el efecto de la crisis mundial genera sentimientos de incertidumbre, refuerza la idea de que la crisis cubana se parece al infinito y alimenta la idea de que la emigración es la única vía, algo muy peligroso considerando la actual actitud respecto a la inmigración de los Estados Unidos, hacia donde han confluido históricamente las crisis migratorias por un efecto combinado de problemas internos y de una política especialmente diseñada hacia la Isla (Ley de Ajuste Cubano).

Los movimientos de la economía dolarizada –como la desaparición del sistema de tiendas de Cuba al Servicio del Extranjero (CUBALSE), sustituido por las Tiendas de Recaudación de Divisas (TRD)– generaron desabastecimientos de productos como el detergente y el papel sanitario, y dieron pie a representaciones que pueden no corresponderse exactamente con la realidad, pero que actuaron estimulando el acaparamiento y la inseguridad. La burocratización tiene sus efectos, y este es uno de ellos.

La violencia en las relaciones interpersonales sube de tono y se expresa de mil maneras en el tejido social, empezando por el medio familiar y las relaciones laborales y terminando en los ómnibus.

El calor complica aún más el panorama: sudar irrita y afecta la racionalidad. Las fiestas populares y los bailables, que siempre han sido problemáticos desde este ángulo, como lo recoge la toma inicial de Memorias del subdesarrollo (1968), suelen terminar con reyertas e intervención policial (el alcohol hace siempre de las suyas).

El resultado de toda esta complejísima urdimbre de problemas estructurales y representaciones sociales es diverso, pero confluye en un punto: la abrumadora tendencia a hacer lo menos posible desde el reducto personal de cada actor, acudir a la picaresca o al choteo como vía de escape práctico y psicológico para capear la crisis ante la sensación de que las cosas no tienen remedio, un fatalismo que parece inscrito en piedra en la conciencia social y actúa como un pesado lastre en cualquier escenario.