YESTERDAY, all my troubles seemed so far away…
o los valores que hemos perdido
Por Eduardo N. Cordoví Hernández
HAVANA TIMES – Muchas personas piensan que “tener uso de razón” o decir “desde que tengo uso de razón”, es algo que ocurrió en muy temprana edad. Por supuesto, no voy a ponerme a dilucidar esta dicotomía. Pero en mi caso no es así. No niego que recuerdo algunos sucesos de mi niñez y que guardo unos cuántos recuerdos de vivencias y acontecimientos de notoria relevancia para mí de aquella época y que resultaron irrelevantes, para otras personas quienes fueron testigos de los mismos.
Por ejemplo, quedó grabada en mi memoria, como algo súper espectacular, la imagen instantánea de sentirme tendido en el césped húmedo de rocío, frente a mi casa, poco antes de amanecer un Día de Reyes, impresionado por la maravilla de aquel disco rojo de chispas giratorias al accionar el gatillo de mi ametralladora; siento la frialdad, la oscuridad, el olor a tierra. No era felicidad ni contentura, era sorpresa de advertir tantas sensaciones a la vez.
También la primera vez que tuve una joya entre mis manos: quedé aquel mediodía como si se hubiera detenido el tiempo, mientras contemplaba aquella piedrecita luminosa engarzada en un aro de latón dorado que descubrí en un dedito, de mi prima…
Nada de eso tiene que ver con la razón o el pensar. Es parte de un entramado más fino que responde a emociones y sentimientos. Tiene que ver con momentos bajo el impacto de “por primera vez”, del choque con lo desconocido. El razonamiento es más de cuando hacemos comparaciones con lo ya visto.
Por eso recuerdo que, cuando niño, en mi barrio había dos paraderos de guaguas y que, en horarios pico, expedía un ómnibus, por ruta, cada cinco minutos. Recuerdo que, aunque había paradas oficiales cada tres cuadras, podías abordar cualquier ruta de ómnibus fuera de ella. Sólo hacías una señal con la mano o extendías un brazo. No tenías que decir: “Gracias” o pagar extra. Igual te podías quedar en cualquier lugar antes de llegar a la parada, uno simplemente decía: “Chofe, déjeme aquí”, ni siquiera tenías que decir: “por favor”.
Era algo más que “un derecho ciudadano” del cliente: un gusto personal del empleado por servir, por contribuir al bienestar o la comodidad de los demás. Era así de sencillo, era lo normal, lo correlativo. Algunos decían “Gracias” y otros “Por favor”, pero si no lo decías, si se te olvidaba, el chofer o cualquiera, pensaría que venías con prisa, que tenías un problema urgente, una situación triste… No le daba cabida a un juicio sobre tu comportamiento o tu educación, no miraría a otro haciendo una muequita, no haría un comentario; estaba a gusto con el favor que bridaba y, si decías “Gracias” respondería: “No hay de qué”, “No hay por qué darlas”. Diría: “Fue un placer”, “Ha sido un gusto”, “Usted se lo merece” o “¡Faltaba más!”. Y, si decías: “Por favor…” antes de enunciar tu necesidad, el otro te miraba sorprendido y decía: “¡Claro que sí!” o, sin importar que fuera una mujer, diría “¡Hombre!¡Faltaba más!”.
Hemos olvidado que cuando uno pide a alguien un favor, lo hace con la certeza de que, esa persona, está en posibilidad de favorecerle a uno o al menos lo ve un tanto por encima en condiciones. Uno lo sitúa en ocasión de mayorazgo, en oportunidad digna de obrar con magnificencia y es, esa persona, quien debía agradecerte a ti, el honor que le estás haciendo.
Psicológicamente, quien pide, lo hace desde una posición simbólica de pobreza y debilidad, y quien da, da desde un lugar alegórico de abundancia y de poder. Es por eso que quien otorga favores, quien ofrece el beneficio es quien debe agradecer al beneficiado, la oportunidad de expresar su magnificencia, de ser justo y de obrar bien.
Hoy en mi barrio sólo queda un paradero de ómnibus, apenas sin guaguas. Desde allí se expiden, al menos, unas ocho rutas, creo que son más, hacia diversos lugares de La Habana, no sé el dato exacto, pero hay días que han estado trabajando sólo tres ómnibus para cubrir todas las rutas, eso significa que sólo en horario diurno cada ruta difícilmente hace un par de salidas. En días que ahora mismo llamaría con triste eufemismo “normales” puedes estar esperando más de tres horas sentado en un contén de la acera, en un quicio de puerta, de pie al sol, con hambre, etcétera. Hoy las paradas son cada cinco cuadras ¡No se te ocurra pedirle al chofer que te deje fuera de parada para ahorrarte unas cuadras de caminata!
Hay lugares donde no hay parada oficial, pero resultan lugares estratégicos que hacen posible que una ruta que no va para tu destino pueda acercarte al lugar donde vas si las rutas que normalmente van hacia allí se demoran mucho y tienes prisa. La ruta idónea sería el A-56 para ir desde La Habana Vieja a La Virgen del Camino. Estas rutas que menciono no son del paradero de mi barrio, pero pertenecen a la misma mísera realidad actual.
Es el caso es que, el A-66 hace la ruta Habana Vieja-Regla, bordeando la Avenida del Puerto de La Habana, y en este recorrido pasa por el sitio llamado Cayo Cruz, antiguo basurero de la capital y que está a unas cuantas cuadras de La Virgen del Camino, lo cual es una maravilla quedarse allí y seguir a pie. Sin embargo, para asombro de cualquiera medianamente inteligente allí no hay parada oficial y los choferes se niegan a parar allí; si le preguntas, si pararía allí, dice que oficialmente no puede, pero si le das diez o veinte pesos no tendrá reparos para “hacerte el favor”.
Quería saber más de tus asombros de la niñez. Y ese bonito recuerdo de las guaguas de antaño me dejó pensando en que yo cuando era adolescente dejaba pasar muchas y eso que iban vacías. Épocas de buen país y personas con educación formal. Espero otro diario de lo primero que cuentas. Gracias por la escritura. También pensé en la canción de Paul Mac Cartney, tan bella.