Meditación sobre procederes perrunos
Por Eduardo N. Cordoví Hernández
HAVANA TIMES – Ayer, fui a casa de un amigo después de dos meses. Me quedé en el portalito, al fresco de la tarde mientras él preparaba el café. En eso, como una exhalación, apareció Canela haciendo toda clase de caracolas, reverencias y artificios para que jugase con ella.
A decir verdad, yo me sentía súper de ánimo, pero no tenía ningún deseo de jugar con perros y hasta pensé ¿y por qué no? pero inmediatamente me dije ¿y por qué sí? Consideré la idea de llegar a propiciarle una caricia como un formalismo para quedar bien, pero ¿con quién, solos ella y yo en el portalito? ¿Con Canela? Y me pareció un tanto exagerado ese pensamiento y hasta me hizo sonreír.
En seguida, pensé que sería como atizar fuego ¡querría más! Sería una demostración de reciprocidad que yo no sentía e iba a serle más ofensiva la mentira de una caricia formal que una negación sincera.
Como respuesta, me dije: “no sólo sería un desaire al animalito sino ¡incluso a mi amigo!” y ya vi el asunto algo más complejo. Me pareció que decidir hacer algo en función de lo que otras personas puedan pensar, incluso sin estar presentes, sería como si los otros condicionaran mi vida y ¿en qué lugar quedaría mi opinión? ¿No es esto egoísmo? Pues ¡claro que sí! Tengo una muy buena opinión sobre el buen egoísmo y tampoco soy el único que la tiene.
En lo personal, no hago o dejo de hacer algo con interés de hacer daño o dejar de hacer bien; pero a quien tengo a cargo para cuidar soy yo mismo. Nunca olvidaré lo que nos dijo a los viajeros la azafata de Avianca cuando el avión levantó vuelo rumbo a El Salvador: …en caso de accidente de forma automática caerán del techo unas caretas de oxígeno. Quienes lleven niños deben saber que deben ponerse las caretas antes que ellos, pues deben garantizar que, ustedes, van a protegerlos ya que nadie más lo hará mejor. Así, mientras mejor me atienda, mejor disponibilidad tendré para los otros.
Volví a pensar que pudiera estarle haciendo un desaire a Canela y me sentí infame. Y pensé que lo menos que podía hacer era excusarme. Me dio gracia el razonamiento, al verme, mentalmente, iniciando un monólogo con ella: Mira, Canela, me da pena contigo, pero a mí los perros: ni fu ni fa. Vaya, no es que les tenga tirria, pero tampoco me hacen gracia, esa es la verdad. Así que lo siento en el alma, pero sé muy bien que los perros no llevan esas cuentas y que quizás si vuelvo mañana, vas a mostrarme la misma simpatía de siempre a lo cual, entonces ¡hasta sería capaz de mostrarte agradecimiento!, con todo y saber que lo harás sin mérito, porque lo harías sin poder evitarlo, porque eres juguete de tus instintos, pero yo podría hacerlo porque sé que te daría gusto…
Al llegar a este punto me di cuenta que si ella no recordara el trance y yo volviera mañana ella, otra vez, volvería con sus remilgos y alharacas. Lo mejor que podría hacer, yo, sería tomar nota mentalmente: “esto es lo que significa no gustarle a uno los perros zalameros”, y esperar hasta la próxima oportunidad para ver qué sucede. Porque si algo hubiera de ser cambiado en mí, cambiaría solo, sin tener que esforzarme, sólo con observarlo, sin enjuiciarme por mis experiencias o por mis conductas sobre ellas: aprendidas de verlas en forma continuada realizarse en otros, por la costumbre a falta de otras, para ser comparadas y elegidas; ya fueran reproducidas por mí mediante un aprendizaje espontáneo, automático, mecánico o natural o impuestas con obligatoriedad por otras personas en virtud de un supuesto deber para con la sociedad, la civilización o la dignidad humana o lo que es igual; “el qué dirán”.
Fue como un destello de iluminación. No hay que vivir haciendo programas de conducta ni valoraciones sobre las cosas, tal nos convierte en autómatas. Si algo define, de veras, a un ser humano es que pueda ser espontáneo e impredecible y, de ahí, surge su capacidad para que la sorpresa produzca alegría para sí y para otros. De modo que, los planes deben ser a corto plazo y con carácter provisional, pues nos hace proclives a la aventura de lo novedoso y desconocido.
Si hoy no tengo deseos de hacer algo, pero internamente algo me dice que sí debo hacerlo, no me complicaré con un diálogo interior que sólo servirá para sentirme mal conmigo mismo, no me culparé porque da igual si lo hago o no, la única diferencia es el gusto que pueda darme. Lo mejor es decirme a mí mismo: “esto es lo que se llama querer hacer o no hacer…tal cosa”, y dejar que el subconsciente elabore esta información. He comprobado que el subconsciente establece la regla de la no regla: un día estando en la misma circunstancia ¡sin pensarlo siquiera! lo hago y en otro cualquier día, en oportunidad semejante, no. Y, en ambos, me siento satisfecho.
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Tocar y jugar con un animalito, acariciarlo, hablar con el, es un acto de pureza, porque ellos son puros, como los niños acabados de nacer. Proporciona satisfacción poder convivir con estas criaturas que siempre nos agradecen nuestro amor y compasión. Haces una disertación de un asunto tan sencillo. O das o no das, esa es la cuestión. Tú haces gala de buena escritura, pero este acto es fácil de resolver.