Dmitri Prieto
Es un día que el Estado cubano declaró feriado hace cuatro años, por respeto a creyentes de la Iglesia Católica (y –supongo- de otras comunidades cristianas de occidente), quienes ese día conmemoran la muerte violenta de Jesús de Nazareth a manos de los poderes terrenales de su tiempo.
Se supone que es un día de recogimiento… claro, para quienes creen.
Bueno, ahora tendremos, además de poder recogernos para conmemorar el asesinato político de Jesús, la oportunidad de ¡el mismo día! disfrutar del rock de los Rolling Stones.
El rock, al igual que la Iglesia, ha llegado a merecer también el respeto del Estado cubano.
Obviamente, dirá alguien, lo del concierto es voluntario, como voluntaria es la religión, así que el que no quiera, pues que no vaya (al viacrucis o al concierto, qué importa).
Lo único “obligatorio” es el feriado, pero eso se agradece, independientemente de la condición rockera o cristiana o ambas, de alguien.
Bellas estéticas incompatibles colonizan cerebros cubanos. Y los corazones, ¿no estarán ya colonizados desde hace décadas?… ¿Será una muestra de eso que llaman “transculturación”?
Recuerdo aquellos panfletos de blogueros oficialistas: “Obama centraliza la guerra mediática contra Cuba”.
Hoy, la centralidad obámica abarca a Pánfilo y a las mejores voluntades del gobierno cubano.
Pero no se le puede pedir peras a los olmos.
La incoherencia. El espectáculo. Cuba, plataforma para encuentros históricos (presidentes Barack y Raúl, patriarcas Francisco y Kirill, antiguos machacadores del rock y los Rolling Stones, decisores-normalizadores de las relaciones Cuba-EE.UU. y reactivadores de las Brigadas de Respuesta Rápida).
Quizás muy pronto un grupo trendy de reguetón cubano tocará con la Orquesta Sinfónica de La Habana o la del Metropolitan Opera House, en NY.
Alguien que defienda la reconciliación se alegraría. Y yo, de algún modo, no puedo compartir esa alegría (¡lo siento!).
Otro recordaría, quizás, la perestroika y vería en esta incoherencia una señal o, incluso, una semilla de futuros cambios.
Pero, por mi parte, no puedo dejar de apreciar en todo ello otra cosa bien simple, y que (nuevamente, ¡lo siento!) apesta: una terrible falta de gusto.
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