La suerte de un joven gato de La Habana Vieja
Dmitri Prieto
HAVANA TIMES — Camino usualmente por las calles de La Habana Vieja, porque trabajo allí. Suelo recorrer, algo apurado, las calles quizás más “silvestres” del centro histórico de la capital cubana – es decir, aquellas adonde aún no ha llegado el imperativo turístico ni el despliegue ordenante de la Oficina del Historiador de la Ciudad.
No es que están desatendidas por esa oficina, pero obviamente carecen del sesgo cosmopolita que instauran tonalidades de “La Guantanamera” en voz de músicos callejeros y orquestas de café.
Compostela es una de esas calles aún “silvestres”.
Mientras por ella me acercaba a la Plaza de Belén, donde un ex-convento alberga un centro de rehabilitación médica (en realidad, lo que más me impresiona de ese edificio es la existencia de una torre coronada con una grisácea cúpula de observatorio astronómico – probablemente en desuso desde hace mucho tiempo), vi a un grupo de niños (7-10 años) alrededor de una alcantarilla.
“¡Señor, señor!”, me gritó uno de ellos. Me acerqué. “Por favor, ayúdenos a quitar la reja de la alcantarilla”.
Miré a los chicos con cierta sospecha. ¿Por qué de repente esa tan rara y casi subversiva petición?
“Es que hay un gatico que cayó allá abajo…”- respondió el joven activista a mi mirada interrogante.
Intenté lidiar con la reja, pero no pude. Estaba bien empotrada en el cemento.
Un combate tenía lugar en mi alma. Por una parte, deseaba que se salvara el gato, y para eso había que quitar la reja. Pero eso, más que el esfuerzo físico, aconsejaba ir en busca de algún instrumento que posibilitara despegar la reja del agujero, rompiendo el cemento que la fijaba… Acción que evidentemente iría mejor si la hacía algún habitante de la comunidad, y no un cuasi-turista con cara de ruso.
“Busquen a alguien que les preste algo afilado para desprender la reja. Además de que pesa, está bien pegada, y si no se despega, no se puede subir”- les dije a los muchachos.
Mientras, el tiempo apremiaba… y decidí seguir caminando a mi parada de guagua (estaba realmente apurado…), dejando la suerte del gato en manos de los chicos. La conciencia me remordía por motivo de mi posible responsabilidad con la muerte del gatico, si los niños no lograban su cometido. Me sentía como un saboteador a una causa justa…
Habiendo transcurrido dos días, volvía yo a pasar por la Plaza de Belén.
Mientras me acercaba a la reja, mi cerebro era corroído por la expectativa de verla igual que antes y de sentir un olor pútrido saliendo del hueco.
Pero cuando miré, pude ver que un angosto intervalo entre hierro y cemento mostraba que la reja había sido zafada y después nuevamente puesta en su lugar.
Y debajo, ningún gato.
Luminoso motivo para una breve felicidad. Por el gatico, por mi karma personal, pero sobre todo por esos niños habaneros cuya acción directa tuvo éxito: ellos han aprendido a amar, a contrapelo del reguetón.
Esto es una especie de duo Pinpenela interior. Indeed, cheesy, corny….
“…ellos han aprendido amar, a contrapelo del reguetón”. El artículo parecería una anécdota poco relevante, hasta que uno se topa con ese extraordinario cierre.
Muy bonito, es mas conmovedor cuando lo escribes.