Creer o no creer, esa es la cuestión

María Matienzo Puerto

Entrada de la Calle Zanja, La Habana.  Foto: Caridad
Entrada de la Calle Zanja, La Habana. Foto: Caridad

Yo nunca he escuchado el llamado de Dios.  No es que no tenga experiencias medio místicas que contar.  Sí, las tengo por montones, pero nunca me han dado por llegar a una iglesia y entregarme, por completo, a la oración o a la beatería.

Para eso puede que tenga algunas explicaciones/pretextos y un corro de personas detrás diciéndome: – Tú estás loca. ¿Tú sabes lo que es meterse a cristiana? De eso nada.

Y es que esa es la última carta de la baraja para muchos, aunque puede que sea la primera para otros.

Como yo lo veo, entrar a una iglesia significa que me cuestionen desde la sexualidad hasta todo lo relativo a la raza y las costumbres que heredé, pese a las prohibiciones, de mis abuelos negros. Es sinónimo de prejuicios y de exclusiones.

Sí, ya sé que puede que tenga una imagen mediatizada, pero no logro conciliar lo que veo con lo que se dice: me cuesta llevar en secreto algunas cosas que me identifican.

En cuanto a las explicaciones/pretextos están las de la crianza, las traiciones y la funcionalidad de más de una generación de cubanos que no tuvimos árboles de navidad ni Santa Claus ni pesebre, y quien lo tuviera debía guardarlo bien al fondo de su casa, por eso de ser demasiado burgués en una sociedad socialista.

Y si de ser revolucionarios se trataba tampoco me bautizaron, ni recibí la primera comunión y me casé en una notaría.

La gente prefirió acudir a los orichas que a la larga resuelven más.  No sé si con filosofía o magia, o con sabiduría o con esa palabra que no me gusta repetir, brujería.

A esa iglesia sí hemos recurrido todos de vez en cuando, y no es que haya estado menos prohibida, es que una de las ventajas de la marginalidad es que para los ojos de la censura, a veces se vuelve invisible.

Confieso que no me siento una oveja descarriada.  Y aunque está mal que sea yo quien lo diga, creo que me he tomado eso de ser una buena cristiana por el sentido más metafórico: amar al prójimo, ser buena persona.