Carlos Fraguela
Un pez pega, que también llaman rémora, de 50 centímetros de talla me sorprendió un día mientras nadaba en la costa detrás del hotel Chateau en la ciudad de la Habana. La impresión fue de miedo cuando me toco por primera vez. Yo distraído y él se acercó y empezó a tocarme.
Me bastaron unos segundos para identificarlo y ahí comenzó el placer. Es un pez bellísimo, blanco y negro perfecto. Nadaba en torno de mi cuerpo haciendo un tirabuzón que por momentos se concentraba en mi abdomen. Yo que aprendí que son inofensivos no podía salir de mi asombro al percibir su confianza y como se dejaba acariciar por mi mano.
La relación se prolongó casi por una hora en que no pensé en nada más de lo que era mi vida. Aquel momento era mágico y yo deseando que no se acabara.
Recordé las clases en la escuela primaria cuando aprendí que los indocubanos los utilizaban para pescar, amarrando una cuerda a su cola y luego los soltaban para que localizaran posibles presas. Las rémoras acostumbran a pegarse a tiburones y tortugas con un disco de succión que tienen en la parte superior de la cabeza, así ahorran el esfuerzo de la natación.
Ese fue mi acontecimiento más importante de ese día, cuando al fin se cansó de explorarme se desprendió y siguió su camino en otra dirección. Este hecho de mi vida me hizo pensar en la libertad, un pez que quizá no había visto jamás a otro hombre y sin embargo estuvimos él y yo solos viviendo esa experiencia interactiva en que yo aprendí todo lo que el pez me quiso enseñar.
Momentos como ese son los que me hacen sentir vivo.
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