Sentidos para un concepto

Armando Chaguaceda

Foto frente el memorial Marti por Bill Hackwell.

HAVANA TIMES, 26 de marzo — Todos los días amigos y adversarios utilizan el término “Revolución Cubana,” para hablar de los sucesos acaecidos en Cuba. Diciéndome “revolucionario” polemistas de derecha han pretendido acusarme (y ofenderme) en medio de debates académicos en México y Costa Rica, a raíz de mi postura ideológica y mi compromiso crítico con procesos anticapitalistas en el continente.

Por su parte, los defensores del socialismo de estado cubano (sean estos funcionarios, intelectuales o simples ciudadanos) utilizan el calificativo “contrarrevolucionario” -componente central del discurso político oficial-, con una perversa laxitud que les permite demonizar tanto la real oposición de derechas vinculada a los EEUU como aquellas iniciativas y posturas de disenso ciudadano, ubicadas dentro de las coordenadas del país y el socialismo.

Creo que ayudar a ubicar hoy en justo sitio los contenidos del concepto Revolución constituye no una disquisición teórica sino algo muy práctico y urgente. En Cuba el concepto, tan vasto e impreciso, sirve lo mismo para referirse a un proceso histórico, al régimen político y a la sociedad de la Isla caribeña en el pasado medio siglo.

Ninguna Revolución ha sobrevivido tanto tiempo en los imaginarios y discursos cotidianos: la francesa pasó tempestuosa de la Bastilla al Terror y de este al Thermidor, la rusa se convirtió en pocos años en estado bolchevique y la URSS, la china sólo recuperó el término en la traumática Revolución Cultural maoísta.

La Revolución Cubana resultó un proceso heterogéneo,  expresión de los inestables equilibrios y consensos sociales resultantes del proyecto triunfante en 1959. Abrigó dos tendencias fundamentales (la marxista leninista y la nacionalista revolucionaria) y evolucionó, a fines de su primera década, hacia la institucionalización del régimen político y la centralización simbólica y efectiva del poder en torno al liderazgo carismático de Fidel Castro.

Estudiosos como Marifeli Perez Stable ubican su final, como hecho histórico, en 1970; yo prefiero asumir que su impronta emancipadora de cambios sociales radicales y demolición de viejas jerarquías, perduró, como inercia sociológica, hasta fines de los 80.

Por eso prefiero, para comprender la Cuba actual, diferenciar la Revolución del Régimen. Distingo ambas nociones, definiendo al régimen en tanto el complejo de instituciones y normas ligados a demandas de la realpolitik y los dictados del grupo dominante en el seno de la sociedad. La Revolución, por su parte,  engloba un amplio repertorio de prácticas, valores, discursos y costumbres, procedente de vastos sectores sociales (populares y medios),  reivindicador de la memoria y participación populares, la igualdad y justicia social, así como el rechazo a toda forma de dominación y jerarquía.

Ambos coexisten, se solapan y enfrentan, el primero (demanda organizativa de una sociedad moderna) puede canalizar o devorar a la segunda y sólo tiene razón de ser cuando se subordina a la participación popular y las razones liberadoras-individuales y colectivas- del ser revolucionario.

La transición a una sociedad socialista precisa de instituciones y funcionarios capaces de operar y adaptarse a las demandas de los tiempos. Pero el autoritarismo, la censura, la promoción de la anomia ciudadana o la represión del disenso no guardan correlación con la eficacia y legitimidad que toda institucionalidad necesita para cumplir sus cometidos sociales. Valga este comentario para cualquier experiencia, fenecida o en curso, incluidas las de Cuba y Venezuela.

Durante los primeros 30 años posteriores a 1959, Revolución y Régimen mantuvieron en Cuba mayor correlación, coherencia y simetría que en las últimas dos décadas, donde los desfases se han hecho más visibles.

La crisis de los 90 lesionó los consensos y dejó clara la necesidad de reformar el modelo socialista, cosa que el gobierno acometió sólo parcialmente. Los desafíos persisten, ante una población valiosa pero agotada y un estado que introduce cambios tan parciales y demorados que no parecen rendir  frutos. Y el imperialismo, sonriente, espera.

Cuando defendemos la identidad y soberanía nacionales, políticas sociales redistributivas y una democracia participativa, rechazamos –simultáneamente- el orden capitalista vigente en la primera mitad del siglo pasado, el que nos proponen como “dorado futuro” y las deformaciones burocráticas erigidas en nombre del socialismo.

Diferenciar Revolución y Régimen no es una clasificación caprichosa o peyorativa, sino la posibilidad de erigir una crítica desde la izquierda, delinear un nuevo proyecto socialista y reivindicar aquellos contenidos liberadores que el inmovilismo burocrático, la conservadurización de la vida cotidiana y la restauración neoliberal amenazan en nuestro país.

Para que tantos sueños, sacrificios y conquistas de nuestros padres y abuelos no sean pasto del recuerdo, la nostalgia y la frustración, para que podamos seguir cantando -junto a Los Aldeanos y en comunión de sentidos- “(…) Y sí, por qué no, que viva la Revolución.[1]


[1] Tema La Naranja se Picó, CD El Atropello (2009), del popular grupo de Hip Hop cubano.

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