Los «bolos» y yo
Armando Chaguaceda
Ahora que la Feria del Libro parece traer de vuelta a Cuba la moda de lo eslavo, quiero dedicar una crónica a la influencia que tuvo, en mi infancia y adolescencia, la cultura bola.
Bola, porque con ese calificativo (mezcla de sentimiento de superioridad occidental y cariño de hermanos) nombrábamos los cubanos todo lo proveniente de la extinta Unión Soviética. Arte, maquinarias, bienes de consumo y personas, que percibíamos toscos y resistentes, primitivos y cándidos, generosos y violentos.
Hace años es común desdeñar en nuestra patria todo aquello que nos recuerde al antiguo campo socialista y en especial a la URSS, en réplica inversa al copismo y la adoración, espontanea o planificada, que durante tres décadas se practicó en tierra criolla.
El amigo Mario Castillo recuerda, con enorme sinceridad, como él, un mulatico de Marianao, se encandilaba con la imagen de la felicidad infantil soviética…que nos llevaba a añorar la nieve, cantar las versiones cubanizadas de himnos pioneriles en festivales Que siempre brille el Sol y vestir uniformes parecidos al de los pequeños moscovitas. Y deslumbrarnos con el glamour del osito Misha, contraparte socialista de Mickey Mouse.
En mi niñez, además de compartir esos gustos (acaso versión de otro colonialismo cultural?) tuve la suerte de conocer, por mi abuelo portuario, los barcos que atracaban en los muelles de mi natal Regla.
En uno de estos buques, el Chapáev, aprendí la historia de los guardias rojos que enfrentaban la contrarrevolución zarista, entregados a una causa muy diferente a la de los agentes de la Cheká estalinista, envilecidos de vigilar y asesinar compañeros. El capitán del navío, Pavel Petrov, se hizo amigo de mi familia y nos traía aquellos bombones de licor cuyo recuerdo me deja todavía un sabor a nostalgia.
Ya mayorcito, las bellas leyendas rusas ocupaban un lugar junto al Espartaco salido de las clases de Historia Antigua y los robots japoneses, en los juegos de guerreos del recreo escolar, en 5to y 6to grados.
Ilyá Muromets, Dobrinia Nikitich y Aliosha Popovich eran los tres paladines que forjaban al joven pueblo eslavo y enfrentaban los invasores de allende la Rus. Sus animados e historietas, de la mano de los estudios Soyuzmultfilm y la revista Misha, nos gustaban más que aquellos otros lacrimógenos, lentos y de factura menos atractiva, que en Cuba llamábamos “muñes de palo.” Y los veía a las 6pm, comiendo a menudo mi preferida “carne rusa” Slava, con aquella pobre vaquita pintada en la lata.
Pero no todo fue para mi color de rosa con los bolos. En la adolescencia sufrí un castigo poco pedagógico por burlarme, en público y de forma desenfadada, de algo soviético. Qué lo causó no lo recuerdo, pero sí que mi madre me impidió salir a jugar una semana (“de la escuela a la casa y sin mirar los animados” -sentenció) y atiborró mi cuarto de libros didácticos de la editorial Progreso.
Por suerte, mis genes fueron siempre poco xenófobos y bastante rebeldes, ya que si bien tamaño absurdo pudo engendrar en mí un rechazo por todo lo eslavo, ello no ocurrió. Del mismo modo que la ausencia de papá y mamá durante la infancia temprana no llevó a Armandito a odiar una Centroamérica que se los robaba a la causa liberadora.
Despertando a las sensaciones del amor, mi gusto oscilaba entre una carita encantadora (Brooke Shield) y la solemne declaración de que tendría “una novia rubia de la RDA.” Confiado en el “futuro luminoso del socialismo,” donde los cubanos viviríamos como una Alemania del Este, donde nos contaban que cada familia tenía coche y casa de campo, no podía comprender los costos ambientales de una sociedad del automóvil (aunque esta de declarase revolucionaria) ni ver la sombra de la Stasi detrás la afable sonrisas de Erick Honecker, viejito bonachón.
Por entonces todo nos parecía feliz, estudiábamos para ser “un país de hombres de ciencia” y la frontera del paraíso tenía cuatro dígitos: 2000. Pero apenas once años antes del cambio de milenio, los cielos (y conciencias) se nublaron en nuestro rincón del Caribe y tuvimos que asimilar, casi de golpe, que el cuento no era exactamente como nos lo habían narrado. Pero eso será motivo de la siguiente crónica.