Los bolos y yo (II)

Armando Chaguaceda

Cosmonautas

Soplaban los vientos del último trimestre de 1989 (invierno particularmente frío en la Habana) y la sensación de soledad nos iba abrazando. …sensación que duró, en su novedad y clímax, al menos otros tres años. Uno a uno caían, con aparente rapidez,  los gobiernos de Europa del Este, provocando a los cubanos la sorpresa de ver esas noticias en una prensa que había ocultado, apenas pocos días antes, el inevitable “derrumbe.”

La invasión gringa a Panamá –y el criminal bombardeo al barrio del Chorrillo-, el forzado reflujo de las guerrillas en Centroamérica, la derrota electoral del sandinismo en Nicaragua, la huida decadente de Mengistu en Etiopía y –finalmente- el fallido Golpe de Estado a Mijaíl Gorbachov y la desaparición pactada de la URSS, fueron episodios de una larga tragicomedia.

Dentro de la isla, conocimos de la dolorosa “Causa Uno” y el fusilamiento del Héroe nacional General Arnaldo Ochoa, acusado de narcotráfico; junto a la arrancada  del interminable Período Especial en Tiempo de Paz, denominación dada a la más terrible crisis socioeconómica de nuestra historia republicana. Como excepción al desastre, recuerdo las fiestas-marchas impulsadas por el joven dirigente Roberto Robaina, los fugaces alicientes de los Juegos Panamericanos Habana 91 y los primeros amoríos de mi adolescencia.

De la partida de los bolos recuerdo varias cosas. Las esposas de los cooperantes soviéticos, que residían en nuestro barrio de Alamar, se adaptaron antes  que nadie a la mentalidad empresarial de moda. Gracias a sus dotes y privilegios compraban en las llamadas diplo-tiendas conservas y productos que comenzaban a escasear y los vendían a sus amigas cubanas, mi madre incluida.

Sus hijos, incluido mi buen amiguito Roman, fueron seducidos y (una vez más) adoctrinados, ahora por los patrones de status y consumo capitalistas. Y se marcharon, sin dejarnos siquiera una dirección donde mandarles los papalotes que dejaron, ni un rincón de los recuerdos donde volver a jugar a los soldados.

Pero, muchacho “raro,” por entonces seguí buscando la revista Sputnik con mis inquietos 14 años, para leer de la historia,  cultura y vida cotidiana en el “hermano país.” Recuerdo que una tarde, al llegar al Parque de la Mandarria de mi natal pueblo de Regla, supe en el estanquillo de revistas que ya no vendería más ese magazine (ni Novedades de Moscú), por “contaminar con su propaganda revisionista las ideas del socialismo defendidas por nuestro pueblo.” Y casi protagonicé, sin saberlo, mi primera protesta por la libertad de expresión….junto a varios hippies y trovadores del barrio que procuraban, igual que yo, comprar el último número, frente al desconcertado vendedor.

El otro recuerdo, triste y estremecedor, de aquellos años, me hace viajar frente a mi TV a Color soviético Elektrón 386, escuchando la noticia del suicidio del mariscal Sergei Ajromeev, en agosto de 1991. Lacónico, el locutor nos leía la nota del difunto oficial ““No puedo seguir viviendo mientras muere mi Madre Patria, y mientras todo aquello que yo creía el único objetivo de mi existencia es destruido. Luché hasta el final.”

Nunca olvidaré esas palabras que me convencieron, hasta hoy, que aún en las cumbres de la burocracia y pese a los privilegios y podredumbres, hay hombres que saben vivir y morir con ideales, honestamente, como auténticos comunistas.

“Se vienen años muy, muy duros” me dijeron mis padres mientras conversábamos  en su cama, en una tarde de domingo. Quizás ellos hayan olvidado esos recuerdos, pero quedaron grabados en mi, quizás por suceder en esa etapa donde somos una suerte de esponja de ideas y se cimienta el civismo. Como tampoco olvidaré mis lágrimas, ingenuas y hermosas, cuando se arrió ante las cámaras, por última vez, la bandera de la hoz y el martillo, aquel 31 de diciembre de 1991.

Todavía demoré en enterrar a la URSS algún tiempo. Entrando al Pre de la Habana, me uní a un grupo de amigos, rockeros y artistas, y andábamos con sellos de Lenin y leyendo los ultimas revistas salvadas de la Perestroika. Fuimos acusados por la Juventud Comunista  del plantel  de  “problemas ideológicos”….a pesar de defender el socialismo en acaloradas y valiosas discusiones  con un grupo de jóvenes poetas liberales, seguidores de la disidente María Elena Cruz Varela. Eso sí, sin sumarnos a aquellos “actos de repudio” cuya violenta intolerancia disfraza la cobardía y el oportunismo.

Años después, en octubre de 1993, el funesto Boris Yeltsin, disolvió a cañonazos el Congreso de los Diputados Populares (parlamento), vestigio de la última (y única) elección democrática de la etapa soviética.

Con la complicidad de Occidente se masacraba a centenares de ciudadanos rusos y los mejores legados de la trunca reforma socialista, para impulsar el autoritarismo oligárquico que dio cauce al desgobierno y la privatización neoliberal. Solo entonces tuve la certeza que los soviets eran agua pasada.

Ahora, en medio de tantos homenajes a Rusia dispensados en la Feria del Libro,  quise dedicar estas líneas a todos los soviéticos que lucharon durante décadas, contra la represión y la desesperanza, por hacer realidad una mejor sociedad en las coordenadas de ese gran país y su hermosa cultura. No se trata de seguir modas. Es que me resisto a olvidarlos.

Armando Chaguaceda

Armando Chaguaceda: Mi currículo vitae me presenta como historiador y cientista político.....soy de una generación inclasificable, que recogió los logros, frustraciones y promesas de la Revolución Cubana...y que hoy resiste en la isla o se abre camino por mil sitios de este mundo, tratando de seguir siendo humanos sin morir en el intento.

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