Cró-nicas entre lagos y volcanes (1ra parte)*

Armando Chaguaceda

El Lago de Nicaragua y el Volcan Concepcion.

Llego al módulo de chequeo migratorio del aeropuerto Augusto César Sandino y mientras el funcionario revisa mis documentos, estampa sellos y cobra el impuesto turístico, mis ojos chocan con una colorida pared… En ella, un mural con motivos políticos -no muy diferentes a los que saturan mi querida y vieja Habana- contrasta con los tonos pastel de la promoción turística.  Ambas propagandas venden la imagen de Nicaragua como un país donde la estabilidad, la alegría y el bien común son cosa perenne, fruto de la obra de un gobierno del “Pueblo Presidente”, a la vez que ofertan al visitante aventuras exóticas.  Rebasado el proceso, salgo al salón de espera y me adentro, por primera vez en mi vida, en suelo nicaragüense.

Llegar a Nicaragua era un viejo sueño, anhelado desde la niñez, cuando mis padres me dejaron al cuidado de los abuelos para marchar a Centroamérica a apoyar, primero a la guerrilla del Frente Sandinista y después al gobierno revolucionario.  Aunque de 1977 a 1983 me vi privado del calor filial por una tierra que se me antojaba distante, por algún misterio del alma humana no abrigué rechazos al país que “me robaba” a mis “viejos.” Al contrario, mis recuerdos de infancia atesoran los acordes de Quincho Barrilete y Comandante Carlos, las imágenes sensuales del Palo de Mayo y los colores de Barricada y Soberanía, que de cuando en vez llegaban a casa junto a las cartas paternas.  Ya crecidito, asistí al llanto de mi madre, que me dijo por teléfono “Se acabó, perdieron los sandinistas”, mucho antes que los noticieros cubanos -aficionados al secreto y al triunfalismo- dieran la noticia a mis asombrados compatriotas.

Por todo ello Nicaragua Nicaragüita fue para mí una suerte de novia en la lejanía, de ésas que nos construimos -y amamos- con la secreta ternura de una pasión adolescente.  Ésa cuyos besos imaginamos sin probarlos y de las que muchas veces perdemos sus rumbos, cuando los caminos se separan tras el colegio y entramos en las maratones de la vida profesional y la estabilidad familiar.

Por eso, aunque he seguido la realidad nica todos estos años y la elegí como parte de mi agenda de investigación, tenía cierto temor ante lo que encontraría allí, sabedor de que Gardel nos miente con eso de que “veinte años no es nada” y consciente de que mis recuerdos estaban inevitablemente cargados de una cuota de afecto.

Ahora, en esta cró-nica me entrego a un ejercicio reflexivo para poner cierto orden a mis ideas e informaciones y para compartir miradas nacidas de mi naturaleza anfibia (investigador-activista), al buen decir de la colega Maristella Svampa.

Metido como estaba en una “apretada agenda académica” -frase horrible pero exacta-, que me llevaba como loco entre charlas, cursos y entrevistas, demoré algunos días en callejear, pues andaba sin un buen mapa de Nicaragua…  Por suerte, la cámara fotográfica y el cuaderno se convirtieron en parte de mi cuerpo y no me despegué de ellos, presto a registrar aquello que captara mi atención y toda sutileza de la vida nica que sedujera mi ojo inquisidor.  Y son ésas -y no las coloridas estampas turísticas- mis vivas postales de Nicaragua.  Agradezco haberlas hecho posible la invitación a compartir un mes en las instalaciones del equipo del Centro Interuniversitario de Estudios Latinoamericanos y Cari­beños (CIELAC).

Managua, Nicaragua

En mi condición de extranjero, siempre recibí un trato amable y abierto, no intimidado ni servil ante el foráneo.  Probablemente influyó mi condición de cubano.  Me moví en segmentos de clase media ilustrada y también entre sectores populares en plazas, transportes y pulperías.  Al escuchar en el mercado “¿Qué querés, amor?” con ese mismo desenfado que los cubanos vamos regando por el mundo, me di cuenta que compartimos muchas cosas.

Nos unen gustos del paladar, con un gallopinto hermano de nuestro congrí, una mezcla étnica que reúne en un maravilloso cóctel el indio, el negro y el español, la valentía y sensualidad distintivos del carácter caribeño, capaz de trascender aquí un anclaje geográfico que gravita al Pacífico…

Todo esto diferencia a nicaragüenses y cubanos de la lentitud taciturna del altiplano americano y de la sequedad y pragmatismo de pueblos norteños.  La hospitalidad nica ha abrigado a una vasta comunidad de estadounidenses y europeos -entre ellos, a amantes de la mística sandinista-, que echaron su suerte en estos lares, como confirman estudios que revelan a Nicaragua como sitio puntero de ex-funcionarios y cooperantes extranjeros que permanecen en el país una vez concluidos sus compromisos oficiales.

No menos importantes son los vínculos entre pueblos, forjados en el hermanamiento de nuestras revoluciones en los años 80 y sancionados en una suerte de “contrato sexual”, colchón mediante, por numerosas parejas binacionales, con varios de cuyos hijos tuve el placer de compartir.  También compartimos el “peso” del legado revolucionario, pero eso será tema de la próxima crónica.

*Un reportaje que reúne estas crónicas de viaje saldrá publicado en la revista nicaragüense Envío, en su edición de diciembre de 2010.

Armando Chaguaceda

Armando Chaguaceda: Mi currículo vitae me presenta como historiador y cientista político.....soy de una generación inclasificable, que recogió los logros, frustraciones y promesas de la Revolución Cubana...y que hoy resiste en la isla o se abre camino por mil sitios de este mundo, tratando de seguir siendo humanos sin morir en el intento.

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