Robin Hood, el Conde de Montecristo y el hombre nuevo

Ariel Glaria Enríquez

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Foto: Nike

HAVANA TIMES — Los héroes de mi infancia que mejor cumplieron su misión fueron Robin Hood y El Conde de Montecristo.

Sus aventuras y desventuras, sin embargo, irían contrastando, al correr el tiempo, con el imaginario socialista de Hombre Nuevo que en mi niñez y más allá de ella comprometió a varias generaciones de cubanos.

Robin Hood, por ejemplo, al robar a los ricos y regalar a los pobres, contradecía la dialéctica en la verdadera solución de los problemas sociales, es decir, los pobres nunca dejarían de serlo porque un proscrito distribuyera entre ellos, de vez en cuando, lo que poseían los ricos.

No por eso la historia dejaba de ser atractiva. Pero ¿cuántos Robin Hood necesitaría el mundo o cuántos mundos harían falta si todos, como era mi deseo entonces, nos convirtiéramos en Robin Hood?

Ese dilema y lo que de él pueda deducirse, solo podía ocurrírsele a un aspirante a Hombre Nuevo como lo era yo.

No obstante, para más complicidad en mi vocación justiciera, los héroes de las películas del oeste, aventuras navales o de capa y espadas me aportaron los ingredientes dramáticos y las dotes atléticas que solía imitar saltando sobre el antiguo colchón nupcial de mis abuelos, que terminé destrozando con heroicos brincos y pudriendo con mis meadas, que al instante de convertirse en paradisiacas o ignotas lagunas, me devolvían, de un grito, a la dialéctica materialista de la realidad cubana donde nunca ha sido fácil conseguir un colchón.

De modo similar, mi insipiente aspiración colectivista se vio recompensada, por breve tiempo, en los Tres Mosqueteros.

Aquella sublime camaradería entre los cuatro – no tres- mosqueteros franceses y otros tantos héroes que durante años desfilaron por la pequeña pantalla de los hogares cubanos, en aquel memorable espacio de las aventuras, se derrumbaron ante la subyugante historia de Edmundo Dantes, devenido Conde de Montecristo al heredar en circunstancias insólitas un fabuloso tesoro.

Preguntas del mismo enfoque con las que juzgué al proscrito Robin Hood no fueron tan severas en el caso del famoso Conde.

De alguna manera para entonces ya comprendía que el dinero hacia falta, y por si fuera poco, la realidad comenzó a mostrarme una dialéctica distinta al de las opciones igualitarias de los discursos y consignas.

Así sobre las inocentes cenizas de aquella sucesión de héroes fue formándose en mí otra ilusión no menos fantástica pero más abrumadora y enmascarada de realidad histórica que aquellos proscritos, mosqueteros o condes.

Los nuevos héroes ya no saltaban sobre mesas rústicas ni se colgaban de lámparas; dirigían ejércitos, comandos o escuadrones guerrilleros y poseían la temeraria virtud de no dudar o equivocarse.

Todo eso, según crecía, me acercó a un ideal de perfección y sacrificio que muy pronto me hizo adquirir el defecto menos compatible con la solemne misión de mi futuro: todo o casi todo me daba risa.