Los aretes del inconforme y una ley del cine en Cuba

Por Juan Antonio García Borrero

Foto: progresosemanal.us

HAVANA TIMES –  Acabo de recordar aquel refrán que nos avisa que, al inconforme, si le regalan aretes de oro dirá que les pesan; lo he recordado tras la lectura de algunos comentarios que circulan a propósito del recién publicado Decreto-Ley No. 373 “Del creador Audiovisual y Cinematográfico independiente”.

He sido bastante crítico con el Decreto 349, porque me parece que es una disposición legal que, al margen de su buena voluntad, contribuirá muy poco a construir ese escenario público que se idealiza desde el texto legal, en tanto la formación de espectadores activos (que es en definitiva lo que debería importarnos) se ha de conseguir, no con la represión, sino con la construcción de alternativas que compitan limpiamente con lo que se pretende superar. Pero con el Decreto-Ley 373, si no interpreto mal, estamos hablando de otra cosa.

En primer lugar, no conozco ningún país civilizado e interesado en fomentar las libertades e independencia de sus ciudadanos, que estén dispuestos a prescindir de los marcos legales. Esa percepción personal comienza por Estados Unidos, precisamente el país donde, en teoría, más libertad hay porque hay más leyes protegiendo esas libertades.

Luego estaría el concepto mismo de lo independiente, que al menos en lo que al audiovisual cubano se refiere todavía no nos queda demasiado claro qué es lo que queremos nombrar con eso.

¿A quiénes, en la concreta, beneficia un Decreto-Ley como el que se acaba de firmar?, ¿y a quién perjudica?

Para mí lo principal estaría en que estamos hablando de una legislación que beneficiará a la producción audiovisual de la nación de forma integral, y no a la producción de determinados grupos o individuos que ahora pueden promoverse como independientes porque no forman parte del circuito oficial, pero hacen películas asumiendo el mismo modelo de representación convencional que promueve la industria.

En Cuba existen muy pocos casos de cineastas que han sido todo el tiempo consecuentes con el credo de la independencia estética; pienso en Jorge Molina y Miguel Coyula como los paradigmas de esa actitud creativa. Para mí Memorias del desarrollo es una de las películas más importantes que se han realizado en los últimos tiempos, y merecería ser proyectada y discutida en nuestras pantallas como lo que es: una película cubana.

Pero si ahora toda la producción independiente tiene que parecerse a lo que proponen Molina y Coyula (ya sea por el contenido o por la forma en que filman), estaríamos haciendo nuestra esa pretensión totalitaria que sueña con convertir a la estética en otra herramienta para estandarizar a los seres humanos.

¿Qué el Decreto-Ley 373 merece ser discutido, criticado, incluso negado? Nada tendría contra eso, pero para que el debate prospere (para bien de la nación, no de determinados grupos) se necesitan que sean los argumentos los que hablen, y no los prejuicios.

Como estudioso del cine cubano, me he opuesto desde hace tiempo al enfoque icaicentrista que ha predominado en nuestros estudios. Mediante ese enfoque, la historia del cine cubano se narra, efectivamente, como si se tratara de la historia de la institución ICAIC, y deja fuera a un gran conjunto de actores que participan de la dinámica audiovisual.

Pero si antes, por razones más bien políticas, era fácil cartografiar ese territorio donde no estaba presente la producción del ICAIC, ahora la faena se complejiza mucho más. Antes lo independiente podía interpretarse estrictamente como lo que no estaba amparado por la institución, pero ahora las maneras de producir, distribuir, exhibir, hace parecer independiente a todo aquel que no forme parte de un centro (pero, ¿de verdad existe el centro?).

Mi manera de visualizar en la práctica ese Decreto-Ley no es como el dispositivo que permitirá domesticar todo lo que se produzca audiovisualmente en Cuba. En la práctica eso es literalmente imposible. En todo caso estamos en vísperas de un conjunto de disposiciones que en algún momento coronará la todavía inexistente Ley de Cine, que facilitan la producción de un audiovisual cubano que de todos modos necesita recursos, salas donde exhibirse, público que lo vea, canales que lo ponga al alcance de espectadores de otras latitudes.

Otra cosa será cuando en la práctica lleguen películas con temas incómodos o maneras perturbadoras de asomarse a la realidad (como las de Coyula, Molina, y otros). Esos momentos no faltarán, porque sin Ley o con Ley de Cine, los cineastas cubanos han aprendido de nuestros grandes clásicos (encabezados por Memorias del subdesarrollo) que el compromiso del arte es precisamente con la herejía.

Pero insisto, eso es otra cosa, porque mientras tanto ha ganado legitimidad una figura hasta ahora excluida de los relatos que articulan la Historia del cine cubano.