“La pared de las palabras” de Fernando Pérez

Vidas internas: la pared como reflejo

Javier Montenegro  (Progreso Semanal)

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Arte callejero por JR y José Parlá, Cuba.

HAVANA TIMES — Como todo el cine de Fernando Pérez, La pared de las palabras apunta al corazón, no en búsqueda de lágrimas y sensiblería, sino en forma de historias íntimas que pretenden mostrarnos el microcosmos de personajes que más allá de virtudes o defectos, sufren la realidad y tratan de sobrevivir a esta.

Lejos de la perfección y sin pretensiones, la cinta dibuja la situación de una institución mental donde los enfermos deambulan por una suerte de casa fantasma con dos o tres enfermeros y un doctor a su cargo. Sin villanos ni necesidad de estereotipos que muevan los engranajes de la trama, nadie conspira contra los protagonistas, excepto la vida.

El personal que día a día atiende a los pacientes son “chéveres”, sin resentimientos hacia su trabajo, conscientes de que quizás ellos sean el pilar más importante para la vida de los enfermos. Ese es el primer mérito de Fernando, quitarse el sombrero ante un sector demonizado tras una estadística fría y sin contexto de las muertes ocurridas en 2010 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, más conocido como Mazorra. Más allá de ser una cinta personal, el director abre una ventana a un mundo poco conocido por muchas personas.

No obstante, no son los locos sino sus familiares el centro de la cinta. Son ellos a quienes La pared… quiere descubrir para mostrarnos el sufrimiento y la incomprensión de la cual son víctimas. Ahí está Carmen (Verónica Lynn), quien prefiere huir, enajenarse de todo antes de comprender la decisión de su hija de no abandonar a Luis (Jorge Perugorría); o Alejandro (Carlos Enrique Almirante), quien culpa a su madre de no haberle prestado más atención a causa del hermano enfermo; o peor, el anciano que en plena cola del supermercado se queja de la presencia de un retrasado mental. Y aquí Fernando pone sobre la mesa algo bien delicado: el egoísmo y la indolencia de quienes no padecemos y por tanto segregamos; no fue necesario colocar esa línea en la boca de un estereotipado delincuente de color, el puñal se clava porque pudo ser uno de nosotros quien soltase semejante joyita.

Ante todas estas conspiraciones, la protagonista intenta mantener una vida normal mientras lucha contra su propio cuerpo, el cual no le permite aprovechar una de sus válvulas de escape, el trabajo. Ahogada entre el temor a ser sustituida por alguien más joven y los cuidados que precisa su hijo, uno duda ante la obstinación de la madre de querer dar una vida mejor a un hijo sin futuro. Esa es otra de las interrogantes de la cinta, ¿quiénes somos nosotros para juzgar las acciones de otras personas? ¿Por qué podemos considerar que ella hace bien en dedicarse a su hijo enfermo o mal por no prestar la atención a su otro vástago?

Explotar desde tantas aristas un relato sencillo que no pretende diseccionar una situación nacional sino que se limita a una pequeña historia donde las ronchas sociales surgen sin parlamentos grandilocuentes, es uno de los motivos por los cuales la cinta logra cierto silencio interno en los espectadores. Algunas verdades no son necesarias decirlas, con mostrarlas basta.

Por desgracia, hay ciertos deslices que lastran el resultado final de la obra. ¿No podía Perugorría perder un poco de peso corporal para su personaje? Una persona enferma y casi postrada en una silla no mantiene la forma física de alguien sano. ¿Era necesario un personaje como el de Orquídea (Laura de la Uz)? ¿No es una concesión colocar a un loco para mofarse del gobierno? ¿A quién se le ocurrió colocar una obra de arte compuesta por clavos en una institución mental? La lógica indica que el resultado puede ser fatal, más cuando el personal escasea.

También hay momentos en que cierta intención poética no encaja con el tono del filme, y descolocan al espectador; cuando estás golpeando con tanta crudeza se hace difícil digerir metáforas como la caída de una pared o un monólogo en voz de quien no ha dicho una palabra en todo el metraje; pero hay otras que, en opinión muy personal, funciona a las mil maravillas.

La lluvia cae y los enfermos logran escapar. Ese día Jorge Molina y sus compañeros de comunales no han recogido la basura. Ningún enfermero está atento. Una serie de sucesos desafortunados dejan a los locos en la calle, pero nada ocurre, solo es una anécdota. Todo era evitable menos el clima: un enfermero podía vigilarlos, la reja podría estar en mejores condiciones, la basura pudo ser recogida, pero nada importa porque al final no hubo consecuencias.

¿Cuántos hechos evitables ocurrieron para que 26 personas murieran a causa del clima? ¿Solo son importantes ciertos temas cuando las consecuencias son nefastas? No hay manera de negar la relación entre la cinta de Fernando y lo ocurrido en enero del 2010 en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Esa es una de las principales tesis de La pared de las palabras, no es una denuncia al estilo de One flew over the cucko´s nest, pero la idea navega por esas aguas.

Entre el amor filial, el egoísmo y la poesía, esa es la principal idea, colocada a modo de contexto: las pésimas condiciones en que viven los enfermos mentales en Cuba. Muy sutil, sin ningún exceso, sin desgracias innecesarias, más al estilo de un artista, como el fondo de un lienzo lleno de guiños y referencias, sin robar protagonismo a la historia, pero siempre presente, como la realidad.
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